El pillo ya es negrito
Alejandro Sanz impuso un sonido tenuemente 'funky' en su concierto de Cap Roig
Pellizcos. Es lo que propone Alejandro Sanz en la gira de su nuevo disco, que en la noche del domingo fue presentado en el entorno burgués y distinguido del festival Jardins de Cap Roig, en la Costa Brava de las pieles eternamente tersas. Pellizcos no solo de su mirada, pícara, mostrando siempre un brillo en los ojos que promete pillerías y travesuras, siempre algo divertido y despeinado, sino también en el sonido y arreglos de una banda que hizo del funky suave, sin estridencias, mascarón de proa de la nave que durante dos horas pilotó en el primero de sus dos conciertos en Palafrugell, encargándose de poner lazo final a un festival que se ha despedido, tal y como lo aseguran todos los festivales que hacen balance, con una notable y patente mejora de asistencia con relación al año pasado. Pero al grano, Alejandro pellizcó y ellas, dueñas absolutas de las primeras filas y de las gargantas más agudas y participativas, respondieron en un espectáculo que por muchas veces visto por el artista no debe resultar un agasajo zalamero que echarse al coleto sin más. Y sí, Alejandro, una vez más, triunfó. ¿Es imaginable lo contrario?.
No fue, quizás, un triunfo arrasador, de tensión mantenida durante toda la actuación, una locura imparable descendiendo por la ladera de la entrega, pero fueron dos horas en las que se pudo pensar que Alejandro triunfaría con solo mostrarse, pasear por escena con la guitarra tranquilizadora que le mantiene ocupadas las manos y entonar dos estribillos que hablen de ella.
En Cap Roig, lugar que dijo le significaba algo especial, quizás por esa acumulación de rubias que hace pensar en Dinamarca y de consortes que evocan a la monarquía inglesa, lo hizo no por la vía fácil, sino acudiendo a un repertorio con muchos temas de última época y un tratamiento de banda con tendencia a los sonidos negros, tenuemente soul, que revistió alguno de los antiguos, caso por ejemplo de Quisiera ser. La introducción de seis temas del último disco, aún no exprimido por su público pero que ya celebró en pie Un zombie a la intemperie y no hizo ascos en los bises a Capitán Tapón, se interpuso en la ladera de la entrega pero al mismo tiempo afirmó a un artista en presente que siempre guarda en la recámara popurrís para evocar los años sin canas, cosa que hizo mediado el repertorio y de nuevo al despedirlo con una mezcla entre Viviendo deprisa y Pisando fuerte.
La escenografía, unas pantallas en la parte posterior donde puntualmente se proyectaron imágenes no especialmente originales, no ocultó que de nuevo era la figura del propio Alejandro, y , más aún, su mirada, el gancho principal, maná para los ojos y alfombra para la empatía. Entonces era cuando no se sabía dónde mirar, si al escenario o a la platea donde las miradas también lo decían todo. Dos pianos rodeando al batería y una sección de metal escenificaron la evolución en el sonido del Alejandro Sanz actual, un artista que mira al flamenco, A mí no me importa, y a la música negra como vía de superación, ni que sea temporal, del registro baladista que lleva tiempo intentando no monopolice su ofrecimiento. Lo demás, exceptuando algunos apuntes ideológicos en las letras que hacen pensar en lo mal que debe ir todo para que hasta él se vea empujado a tomar postura, es siempre el mismo Alejandro que funde con un personaje sin doblez que seduce sin alharacas ni sofisticaciones.
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