Una noche blanca
Miguel Bosé desplegó en Cap Roig su espectáculo para la gira "Amo"

¡Guapo!, le gritaban las más comedidas; ¡tío bueno!, bramaban las más decididas, dueñas de un vocabulario con menos sutilezas, más directo. Y ellos no les iban a la zaga aunque, nobleza obliga, un hombre jamás pondera como virtud la belleza de otro, así que ¡grande, Miguel! era su exclamación favorita. Y entre los vencidos por la belleza de Miguel, definitivamente rendido en esta gira a la moda ibicenca con toques pakistaníes, blanco impoluto, cabello recogido en cola, cejas omitidas, ojos maquillados, no había diferencia de clase o gusto, ya que la emoción alcanzaba por igual a quien tira de Ikea y a quien no decora con nombres por debajo de Jasper Morrison. El carácter de la música: no hace distingos entre sus prisioneros.
Y él, como un patricio, se movía por escena sabiendo que cada gesto, cada paso, cada ademán, era escrutado ávidamente por quienes llenaban el auditorio de Cap Roig. Ese Bosé no ha cambiado, barroco en el gesto, parodiable en el ademán, suerte de líder espiritual que de un momento a otro parecía iba a comenzar la forma del 24 en una singular clase de Tai Chi, amagada en su braceo, en la ostentosa forma de caminar por escena, en esas posturas que despistan a la sesentena. Cantaba Nena y el tiempo se fundía mientras la asistencia se mecía como cuando el tiempo aún no existía. El grupo sonaba extrañamente bien, desde el inicio, sin ajustes, sin mácula, con esa elegancia de coctelería bien que evoca al sonido confortable de Bryan Ferry, y el espectáculo, basado en cuatro estructuras rectangulares móviles que servían de pantalla de proyección y de bosque en el que deambulaba Miguel y sus músicos, llenaba el escenario de color, contrastándolo con la uniformidad blanca de todos los músicos.
Y Miguel apenas habló, solo al comienzo para decir que el amor es algo estupendo y al final para asegurar lo mismo aunque de otra manera. Por medio media docena de canciones, sin mucha historia, de su último disco y un repaso generoso a sus éxitos debidamente actualizados, como esos coches norteamericanos que cada año cambian la carrocería para parecer distintos. Aún con todo, y hechos a giras en las que su material antiguo se llevaba la parte del león, escuchar a un Bosé renovado y con nuevo material introdujo en Cap Roig una sensación menos historicista, apartando la imagen de un artista que ya "solo" sabe hurgar en su trayectoria pasada. Y aunque la teatralidad del montaje parezca forzada, en especial para los músicos, obligados a deambular como espíritus, el espectáculo fascinó a los seguidores de un Bosé que sigue intentando no aburrirse del personaje por él creado y defendido en escena con tanta afectación, gravedad y pompa.
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