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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La regañina de Don Alfredo

Se podría aplicar a algunos de estos nuevos políticos, recién estrenados en responsabilidades de gobierno lo de “no te pido que pares los balones que vayan dentro, pero, por Dios, ¡no te metas los que van fuera!”

Manuel Cruz

Pasó a la historia, definitivamente, la vieja tradición de conceder a los nuevos gobernantes cien días de margen para que tuvieran tiempo de ir aterrizando en la institución que les había correspondido gestionar. Hoy, la lupa del escrutinio público se coloca desde el primer instante encima de cuanto llevan a cabo quienes acaban de acceder al poder. Y si la nueva costumbre, por sí sola, introduce sobre ellos un importante elemento de presión, la cosa se complica más aún en la actual circunstancia política. Porque es un hecho que buena parte de ayuntamientos y comunidades autónomas han empezado a ser gobernadas por formaciones o coaliciones que de momento han obtenido únicamente el respaldo para la investidura, sin alcanzar pactos de gobierno o tener garantizados apoyos para toda la legislatura. Eso significa que su posición es inestable, a la espera de lo que ocurra en las elecciones generales y, en el caso de Cataluña, en las autonómicas del 27-S.

Dicha inestabilidad explica algunas de las conductas de ciertos recién llegados, deseosos de reforzar su imagen ante los ciudadanos, esto es, de llegar al otoño en una posición algo más fuerte para el caso de que hiciera falta renegociar su permanencia en el cargo o fueran objeto de una moción de censura. De ahí que haya quien, aprovechando las plataformas que el poder pone a su disposición, exhiba una permanente presencia en los medios de comunicación (nada más fácil para un alcalde o alcaldesa que aparecer cada día con cualquier excusa en la sección local de los periódicos). En realidad, nada tiene que ver tal exhibición con la política, aunque se intente hacerla aparecer como tal.

Así, con el pretexto de dar noticia de las instrucciones que ha cursado la nueva autoridad respecto a detalles absolutamente menores y sin la menor trascendencia pública (sustitución, al más puro estilo Miguel Ángel Revilla, de los coches oficiales por algún medio de transporte público o por la bicicleta, renuncia a la escolta o indicaciones para que ésta vista de manera informal, junto con algún otro detalle cotidiano más o menos iconoclasta y rupturista con los viejos hábitos, del que —siempre, siempre— deja oportuna constancia el fotógrafo convocado al efecto, etcétera) los ciudadanos son sometidos de manera permanente e inmisericorde a una auténtica inmersión en propaganda personalizada, cuyo verdadero fin no es dar noticia de actuación alguna, sino, como decíamos, conseguir que la ciudadanía se familiarice (y a ser posible, simpatice) con la nueva autoridad, fijando los perfiles que más convenga destacar de ella cara a la definitiva negociación que se podría producir dentro de unos meses.

Pero la sociedad no ha colocado en el poder a los nuevos gobernantes para que se dediquen a la promoción personal y al baño de masas permanente. Espera de ellos, sobre todo, decisiones acorde con sus promesas. A este respecto, a muchos ciudadanos que se tienen a sí mismos por gentes de izquierdas les sucede últimamente algo parecido: por un lado, no les agrada que sus posibles críticas a gobiernos progresistas, municipales o autonómicos, puedan convertirse en munición argumentativa de utilidad para los sectores más reaccionarios, pero, por otro, tampoco quieren que los que presuntamente son los suyos puedan arruinar una oportunidad histórica —y propiciar de esta forma el rápido regreso al poder de los recién derrotados por culpa de inexcusables errores—.

Errores que, por cierto, resulta imposible atribuir a bisoñez o inexperiencia, en la medida en que solían ser los mismos comportamientos que cuando ellos aún no estaban en el poder denunciaban, airados. No estoy planteando una hipótesis aventurada o inverosímil, sino algo que ya ha tenido lugar. De hecho, a raíz de determinados nombramientos —fronterizos con el nepotismo—, le faltó tiempo a Alicia Sánchez-Camacho para acusar al nuevo equipo de gobierno municipal de convertir el Ayuntamiento de Barcelona en una oficina de colocación para sus familiares y amigos.

¿Hacía falta ponérselo tan fácil? Alfredo Di Stéfano, esa especie de Séneca futbolístico (amén de grandísimo jugador), le dedicó a un portero fallón que durante su época de entrenador tenía bajo sus órdenes, y que en cierta ocasión desvió hacia su propia puerta un disparo que iba claramente desviado, una regañina que sin esfuerzo se podría aplicar a algunos de estos nuevos políticos, recién estrenados en responsabilidades de gobierno: “No te pido que pares los balones que vayan dentro, pero, por Dios, ¡no te metas los que van fuera!”.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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