Otra crisis identitaria
Habrá tiempo para saber si tantos votos fueron una interpelación directa al sistema o más bien una advertencia para que fuese encauzado de modo distinto, más riguroso y convincente
El avance de un nuevo populismo de izquierda radical en Barcelona va sumándose a las crisis identitarias generadas por el soberanismo, hasta el punto de provocar otra fractura, no territorial sino de ciudadanía. De una parte pugnan el efecto contundente de las listas más votadas y, por otra, tesituras del mal menor difícilmente articulables en un panorama de fragmentación casi predestinada. En Barcelona y en Madrid, las listas más votadas configuran un vuelco hacia un extremo que no es una ficción urdida por el bipartidismo ni por la casta. Tras un impacto que ya estaba presente en las fórmulas programáticas de Podemos o de BCN en Comú, sorprenderse “a posteriori” de sus consecuencias prácticas puede ser una tónica de los meses venideros, incluso para algunos de sus votantes.
Ha podido más el repudio de un modo de hacer política embarrancado en la corrupción que la valoración de principios como la economía de libre mercado, la iniciativa privada o la estabilidad que habitualmente mantiene la alternancia entre centro-derecha y centro-izquierda. En definitiva, masivos porcentajes de votantes han optado por el antisistema como rechazo a una política cuyas corruptelas y disfunciones se veían multiplicadas por la crisis económica, como en los fragmentos de un espejo roto. Ha sido un voto con valor moral, pero lo que no sabemos es si se depositó en las urnas habiendo considerado las desventajas que el antisistema tiene frente al sistema. En realidad, ¿qué es el sistema? Si consideramos la Unión Europea, la socialdemocracia asumió la realidad de la economía social de mercado que, de hecho, desde la postguerra ha ido construyendo un Estado del bienestar, una de las actuales formas de bien común más sedimentado y operativo. Abolirlo y sustituirlo por algo mejor —o menos malo— no sería tan accesible como piensan los antisistema, del mismo modo que rechazar España como Estado para concebir una Cataluña independiente expone más incertidumbres que opciones efectivas.
Quienes han protagonizado la defensa conceptual del independentismo y ahora del antisistema —de forma paralela, concomitante o indiscernible— por lo general recurrían antes al emocionalismo que a la razón política. Ahora, por ejemplo, Ada Colau, cabeza de la lista más votada en Barcelona, está esbozando un programa-choque que incide en el efectismo emocional y populista pero que no se ve con la consistencia necesaria para asumir el método de prueba y error. Habrá tiempo para saber si tantos votos fueron una interpelación directa al sistema o más bien una advertencia para que fuese encauzado de modo distinto, más riguroso y convincente. En un momento álgido de transformación de las ciudades por la sociedad del conocimiento, no es indemostrable que gobernar Barcelona desde el antisistema pudiera ser una perpetuación anacrónica de intereses y proyecciones cuya equidad se mostraría parcial al formar parte de un panorama muy limitado, en lugar de apostar por la reforma de las políticas que requieran ser puestas al día y dotadas de máxima transparencia.
La legitimidad del voto de protesta radical no necesariamente tiene las características de afirmación de algo factible, estable y justo. En gran parte la razón libre es un logro de la ciudad frente a la tribu o el feudo. Ese es su futuro y no el arcaísmo ideológico o la economía de trueque. Con sus semáforos y sus atascos, con su sistema asistencial, los alcantarillados, el suministro eléctrico o instituciones culturales de prestigio, la ciudad es una forma de vida que no es fruto de mutaciones drásticas o regresivas, sino por una acumulación positiva de experiencia cuyo valor es contrastado periódicamente en las urnas. La ciudad es una de las formas del sistema y no su refutación. Las ciudades fomentan la oferta comercial, la iniciativa privada, la atracción turística. Deben contribuir a la seguridad jurídica y a la cohesión cotidiana. ¿Cómo prosperaría la identidad ciudadana de Barcelona en plena concatenación de gestos políticos antisistema? Así es deducible que estamos ante otra crisis identitaria, una más. No existen precedentes prudenciales para pensar que será más inclusiva, eficiente, equitativa, honesta y creativa. Aún estando a la vista los factores impresentables que han generado descontento ciudadano, eso no significa que todos los votantes de Podemos o de BCN en Comú deseasen ratificar de pleno unos programas electorales insostenibles y ruinosos. Ha sido un voto de castigo a la política, pero no perfila una Barcelona con un futuro más acertado.
Valentí Puig es escritor.
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