El run run del tun tun
Probablemente obtendrá mejor resultado el candidato que, finalizadas estas dos semanas de campaña, se haya equivocado menos en el terreno de la comunicación
Dentro de pocas horas, la campaña electoral para las municipales se habrá olvidado por completo y el enredo de las inevitables alianzas para gobernar Barcelona absorberá toda la atención de los ciudadanos y de los medios de comunicación. Hasta tal punto será así que con toda probabilidad se considerará cosa de aguafiestas andar recordando los episodios que habrían dado al traste con expectativas desmesuradas, o de cenizos, ensañarse con el fiasco de quienes desde el principio no las tenían todas consigo. Pero como escribo estas líneas en una especie de tierra de nadie, en ese artificioso limbo temporal denominado “jornada de reflexión”, se me permitirá alguna consideración sobre lo que han sido estas dos últimas semanas, tiempo transcurrido desde que asomé la nariz por última vez en esta sección.
Lo primero que hay que decir es que las campañas han dejado de ser —si es que alguna vez lo fueron en realidad- el medio a través del cual se le hacían llegar al ciudadano determinados mensajes para, en su lugar, convertirse en el mensaje mismo. Las campañas constituyen actualmente la noticia en cuanto tal. Semejante premisa trae consigo el corolario de que la batalla que en ellas se libra es por conseguir que dicha noticia interese al ciudadano. De ahí la carrera que desde el primer momento se abrió en Barcelona por captar su atención, para algunos a cualquier precio.
Las iniciales escaramuzas por el anuncio más presuntamente ingenioso o innovador dieron la medida de las armas con las que los diferentes candidatos estaban dispuestos a batallar. Ada Colau, con acreditados problemas para mantener a raya su ego (su obstinación paulina en que las papeletas mostraran su rostro en vez del logo de la coalición que lidera despejaba toda duda al respecto), se llevó la palma con el video no sabría decir si rumbero o rapero que parafrasea el título del presente artículo, seguido a escasa distancia de la parodia, supuestamente divertida, a sus más directos rivales electorales por parte de Alfred Bosch (¿sugerida por el número dos de su lista?). Los espots de Jaume Collboni, en fin, aunque sin duda más dignos que los dos anteriores, también participaban de idéntica querencia a buscar a toda costa una imagen de impacto.
Asumir semejante lógica trae consigo una segunda consecuencia, y es que la darwiniana competencia entre mensajes da lugar a la extremada volatilidad de los mismos. En efecto, cuando el ciudadano corriente todavía está comentando el estupor, la gracia o el rechazo (tanto da a estos efectos el tipo de reacción) que le han producido las imágenes de un candidato o candidata en una situación por completo inverosímil, de inmediato el comité de campaña de cualquiera de los rivales reclama su atención con otras imágenes si cabe aún más llamativas que hace que caigan en el olvido las primeras. Lo que significa, en definitiva y desde un punto de vista práctico, que lo recomendable en campaña es, si no hay más remedio que cometer errores, mejor hacerlo al principio, confiando en que la vorágine posterior de los mensajes propios y ajenos consiga minimizar su impacto negativo.
En ese sentido, probablemente obtendrá mejor resultado quien, finalizadas estas dos semanas, se haya equivocado menos en el terreno de la comunicación (terreno en el que Xavier Trías, veleidades monjiles al margen, ha optado por el perfil bajo). En el fondo es una previsión pesimista porque acaba por concederle la mayor importancia a aquello que debería constituir una mera dimensión instrumental. Pero los debates, sobre el papel un elemento clave para que el ciudadano pueda hacerse una idea cabal y completa de las diferentes propuestas, no han servido, por culpa de unos formatos a medio camino entre la rigidez y el caos, para cumplir con la función que cabía esperar de ellos. La consecuencia última de todo esto es que el hecho de conocer mejor o peor la ciudad, variable que en una situación política ideal debería ser la más importante, no parece que vaya a resultar la determinante (de resultarlo, Alberto Fernández Díaz y el mencionado Collboni se disputarían la primera plaza).
Pero no carguemos demasiado las tintas sobre el lado desechable del proceso electoral. También hay algo que celebrar. La buena noticia es que la campaña ya ha terminado. Acaso ahora, una vez cumplimentada la fase más banal del espectáculo, comience por fin, de una maldita vez, la hora de la política.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.