Crónicas de amor y entereza
El mítico ‘chansonnier’ nonagenario imparte una lección de dignidad ante 4.000 personas, pese al escaso empaque sonoro de su banda
Shahnour Varinag Aznavourian es, evidentemente, un hombre venerable. Un mito, un prodigio longevo, un ejemplo de dignidad en lo que atañe a su concepción del trabajo, la ética, la vida. A sus casi 91 años, asombraba constatar el jueves en el Barclaycard Center cómo este caballero diminuto se erigía una vez más en gigante, la lucidez con la que cantaba y contaba crónicas de amor y entereza a esas 4.000 personas que, tras haber satisfecho tarifas nada módicas, se conjuraron para contener la respiración y no perderse un solo detalle. Se le tributó un silencio expectante y reverencial al hombre de los cien millones de discos, y él supo corresponder con 105 minutos ininterrumpidos, tiernos y generosos, con la elegancia de quien ha caminado sobre las tablas desde que era literalmente un niñito, siempre curioso y observador, siempre propenso al asombro.
Aznavour lució impecable traje oscuro hasta que, cual chiquillo travieso, dejó a la vista sus tirantes anaranjados. Alternó el compromiso con la ironía y la mordacidad, engatusó como el galán que nunca pretendió ser a una ciudad que había pasado casi tres décadas negándole el abrazo. Suscitó sonrisas, asombros, admiración. Entregó La boheme, ya casi al final, y regaló el pañuelo que le había servido para dramatizarla. Pero le sentimos insólitamente desamparado, por mucho que fueran hasta siete los músicos que deberían prestarle cobijo. Seamos condescendientes con sus desajustes de afinación, que fueron abundantes y, en el caso de Quién o Mourir d’aimer, angustiosos. La incomodidad provenía del nulo empaque sonoro, de ese murmullo musical apenas perceptible que acompañaba al maestro desde el arranque con Les emigrants. Los arreglos de canción ligera pueden parecer menores o desactualizados, como esa predisposición a rellenar cualquier espacio armónico con algún brochazo de sintetizador. Pero el problema fue otro: no había cuerpo, todo sonaba bajito.
Curiosamente, la desazón se prolongó hasta el único momento genuinamente íntimo de la velada. Aznavour se quedó con el solitario respaldo del pianista para abordar Sa jeunesse, y puede que esa palpitación, la de un nonagenario rememorando “la primavera y sus promesas”, testimoniando con melancolía nada iracunda los zarpazos del “tiempo cruel”, compensara cualquier otro sinsabor circunstancial.
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