Las oportunidades perdidas
A Verdaguer se le lee, edita o comenta con desgana y se le convierte en personaje de novelas que merecen súbito olvido
Un imperativo de inercia casi enfermiza nos lleva a perder el tiempo comentando una novela ínfima sobre la vida de Verdaguer —El poeta del poble, de Andreu Carranza— en lugar de explorar mejor tanto la obra como la personalidad de quien fue el refundador de una lengua y una literatura que estaban en práctica hibernación desde las lejanas glorias medievales. A los 170 años del nacimiento de Verdaguer, de querer celebrarse hoy algún aniversario de Jacint Verdaguer, ¿a quién se nombraría comisario de los eventos? Previsiblemente, a alguien que haya fracasado en el intento de ser saltimbanqui. La novela de Carranza incluso supera la inanidad, tan celebrada en su día, del libro de Isabel-Clara Simó sobre Verdaguer. Todo eso explica que siempre queden muy en segundo término la biografía de Joan Sebastià Arbó o el seductor Verdaguer, poeta de Catalunya de Sagarra, por no hablar del libro de Jesús Pabón —radicalmente olvidado—, los comentarios del poeta Llorenç Riber o, por ejemplo, las anotaciones memorialísticas tan interesantes de Francesc Cambó. Tan solo Miquel de Palol ensayó hace pocos años una relectura sugerente de Verdaguer.
Los enigmas y los ecos de Verdaguer parecen preservarse intactos sin que se les indague ni interprete, salvo en los términos de minucia filológica que lleva años enfrentando a sucesivas sectas verdaguerianas. Comparar esta penuria, de forma proporcionada, con cualquiera de los resultados del centenario de la muerte de Victor Hugo en Francia pudiera inducir a una reflexión de interés, salvo que uno se contente con creer que la culpa es de Madrid aunque, por cierto y como es sabido, allí el caso Verdaguer tuvo más comprensión que en Cataluña. Sigue sin ser explorada la densidad trágica de aquel joven seminarista que se iba a la Font del Desmai a leer La Eneida. Ya estaba pensando en un poema que se titularía Espanya naixent y que al final fue L’Atlàntida. Años más tarde, el caso Verdaguer inflamó la opinión pública de Barcelona. Hay un segundo caso Verdaguer y que es la desgana con que hoy se le lee, edita, comenta o se le convierte en personaje de novelas merecedoras del súbito olvido.
En la Cataluña de hoy, los maestros del pasado no se reinterpretan, simplemente desaparecen.
Los años conmemorativos —Salvador Espriu, por ejemplo— se suceden de modo insignificante. En toda literatura, las nuevas generaciones reinterpretan la obra de las generaciones precedentes y esta continuidad da cohesión y entidad a lo escrito en el pasado. En la Cataluña de hoy, los maestros del pasado no se reinterpretan, simplemente desaparecen. Ahora mismo es como si Foix no hubiese existido nunca. Incluso rememoraciones tan bien trabajadas como la de Joan Teixidor pasan casi desapercibidas. También se celebraron los cien años del nacimiento del poeta Vinyoli. Desde luego, hay una grave distancia entre la literatura como experiencia minoritaria y, de otro lado, el contraste entre la aparatosidad de los años conmemorativos, llevada al paroxismo con el tricentenario de 1714, y la inexistencia de los escritores conmemorados en la dimensión de su legibilidad actual, la ausencia de público lector y la grisura universitaria.
¿Qué va a ocurrir ahora con Ramon Llull? Es deseable que la conmemoración de los siete siglos de su muerte no sea una oportunidad perdida. Incluso aceptando cierta fanfarria inexcusable en el microcosmos institucional, de lo que se trata es de mantener vivo el vínculo entre los clásicos y los lectores del siglo XXI. Es decir, averiguar en qué medida el pensamiento de Llull, en sus facetas y visiones tan amplias, contribuye a entender las cosas, averiguar cuáles son sus obras o sus páginas que pueden incentivar la vida de quien las lea, más allá de su valor histórico, conocer la intensidad verídica de su obra, su prosa fundacional y su lírica. En tales circunstancias, se impone dirimir lo que está vivo en una obra tan vasta, del mismo modo que hay vitalidad permanente en Roger Bacon, los Cármina Burana o Cavalcanti. ¿Qué relación mantiene el pensamiento de Llull con el ecumenismo o con los orígenes de la lógica matemática? Tal vez algún teólogo de nuestro tiempo podría precisar cuál es el valor actual de Llull en la religiosidad cristiana. Y si el caso de Llull no fuese ya interpretable a la luz de un nuevo siglo, quedaría todavía por saber más cosas sobre su incidencia en la historia de las ideas. Ciertamente, las revisiones no siempre son atinadas: lo hemos visto con obras que se fueron al desván, vegetaron allí incluso siglos y luego afloran de nuevo y otra generación las disfruta, quitándoles el polvo y dándoles una nueva palpitación. Él prefirió la cruzada de las convicciones a la de las armas.
Es deseable que la conmemoración de los siete siglos de la muerte de Ramon Llull no sea una oportunidad perdida. Se trata de mantener vivo el vínculo entre clásicos y lectores del XXI.
Sería una pregunta para hacer en el Parlament de Catalunya cuando se legisla sobre uno u otro año conmemorativo. ¿Para qué conmemorar? Según vemos con los 170 años del nacimiento de Verdaguer, la senda de aquellos elefantes de Aníbal descritos épicamente en L’Atlàntida está siendo otra oportunidad perdida. Esperemos que no suceda lo mismo con la conmemoración de Ramón Llull aunque no haya motivo para esperar fulgores de intuición y algo así como El nombre de la rosa en clave luliana. Es cierto que el olvido puede con casi todo, pero visto por el retrovisor de los siglos hay algo perdurable que une los viajes de Ramon Llull para predicar a los infieles y los viajes trasatlánticos de mossèn Verdaguer en busca de una sombra dibujada por Platón.
Valentí Puig es escritor.
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