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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y, encima, recochineo

Transcurridos cinco años sin asomo de autocrítica, Zapatero reaparece para pedir a CiU que vuelva al Estatut pactado de 2006

Entre todos los presidentes del Gobierno de la España contemporánea, José Luis Rodríguez Zapatero pasará a la historia como uno de los más frívolos, imprevisores y poco consistentes. Aquel a quien el ponderado notario Juan José López Burniol llamaría, en un memorable y sarcástico artículo, “el asombro de Damasco” se caracterizó durante su estancia en el palacio de La Moncloa (de abril de 2004 a diciembre de 2011) por el tacticismo extremo, por la incapacidad para prever las consecuencias a medio y largo plazo de las decisiones que tomaba, por la superficialidad. Y ello frente a cuestiones de todo orden: la crisis económica, que negó hasta que tuvo la troika al cuello; la ley de la Dependencia, que impulsó con la recesión a las puertas y trasladando la factura a las Comunidades Autónomas; o la inenarrable Alianza de Civilizaciones, de la que debíamos ser el núcleo duro junto con la Turquía del nacional-islamista y autoritario Erdogan, el mismo que sigue negando el genocidio armenio y sitúa al papa Francisco en el “eje del mal”.

Con respecto a la cuestión catalana, la primera frivolidad de Rodríguez Zapatero tuvo por fecha el 13 de noviembre de 2003 y por escenario el Palau Sant Jordi. Allí, durante un gran mítin del PSC, el entonces líder del PSOE en la oposición lanzó alegremente la promesa: “Apoyaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña”.

Sí, puede que, ese Parlamento en vísperas de ser renovado, ZP lo imaginara bajo el control de sus correligionarios catalanes; y es posible que no se viese a sí mismo en el puesto de presidente del Gobierno al cabo de apenas cinco meses. De cualquier modo, cuando ya lo era y ya sabía del papel decisivo que, en el proceso neoestatutario, iba a jugar Esquerra Republicana, siguió trivializando y minusvalorando las reivindicaciones de más autogobierno que llegaban desde Barcelona. Recuérdese la frase que le espetó a Joan Puigcercós aquella primavera de 2004: “En mi España plural os vais a sentir tan cómodos, que incluso tendréis problemas para sentiros independentistas”.

El 30 de septiembre de 2005, el Parlamento catalán aprobó un proyecto de Estatuto votado también por el PSC, que se jugaba en ello la continuidad del Gobierno tripartito. Pero Zapatero, en vez de apoyarlo, se propuso enmendarlo y rebajarlo durante su paso por las Cortes Generales. Y, en un momento dado, creyó que la digestión de los recortes exigía un gran renversement des alliances: marginar a Esquerra, pactar con Convergència y desembarazarse de un Pasqual Maragall demasiado díscolo y catalanista. Todo ello fue ejecutado con muy poca finezza; tan poca, que el líder del PSOE ni siquiera quiso o pudo impedir que Alfonso Guerra se jactase de haber “cepillado” el Estatuto, con el mismo desdén que si hablara de una ley de fomento de la canaricultura.

Como es bien sabido, ese Estatuto disminuido fue refrendado sin entusiasmo por la ciudadanía, y acto seguido el PP lo recurrió ante el Tribunal Constitucional. Y durante cuatro años menos un mes (el recurso fue formalizado el 31 de julio de 2006, y la sentencia se conoció el 28 de junio de 2010) el presidente del Gobierno que, primero, había jaleado el cambio estatutario y, luego, orquestado su rebaja, no fue capaz de conseguir que, entre diez magistrados, hubiese seis dispuestos a validar el texto aprobado por el Congreso, el Senado y los votantes catalanes. No, no estoy reprochando a Zapatero no haber vulnerado la sacrosanta independencia del Constitucional. ¡Líbreme Dios! Sólo deploro que no obtuviese lo que ha logrado Rajoy desde finales de 2011: que las resoluciones del TC coincidan siempre, indefectiblemente, con la voluntad y los intereses del Ejecutivo del PP.

En fin, la frivolidad zapateril y su panglossianismo (“todo va bien en el mejor de los mundos”) ante el asunto que nos ocupa culminó una vez publicada la demoledora sentencia: con su vicepresidenta Fernández de la Vega celebrando “un triunfo del Gobierno y una derrota en toda regla del PP”, mientras su ministra de Defensa se declaraba “satisfecha” con un fallo que, según la jurista Chacón, sólo afectaba al 5% del Estatuto, y él mismo negaba “que el reconocimiento y reafirmación de la autonomía se hayan visto cercenados”.

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Transcurridos cinco años sin asomo de autocrítica por parte del expresidente, Rodríguez Zapatero reapareció en Cataluña el pasado sábado. Y, durante un mítin en Tortosa, quiso dárselas de hombre de Estado pidiendo a Convergència i Unió que, en vez de impulsar un proceso soberanista, “vuelva al Estatut de 2006, aquel que votó el pueblo catalán, que fue acordado después de una amplia negociación y diálogo y que es la ley de autogobierno que más autogobierno ha tenido y va a tener Cataluña”.

No, señor Zapatero, no. El Estatuto actualmente en vigor no es el que ustedes negociaron en Madrid, ni el que los catalanes votamos, sino otro, el del Constitucional. Fingir que no lo sabe supone agravar la frivolidad con el recochineo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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