Andreas Lubitz y el efecto Lucifer
La capacidad humana de comportarse de forma irracional, de saltar del bien al mal, se da mucho
Mohamed Nisham, un hombre de negocios de Thrissur, en el Estado de Kerala (sudoeste de India), se hizo rico con el tabaco y los inmuebles. Tiene 38 años y 18 coches, incluidas marcas como Aston Martin, Bentley, Lamborghini, Rolls-Royce, Jaguar, Ferrari, Audi… Tiene también un Hummer SUV. Ese es el coche que conducía en la madrugada del 29 de enero al llegar a su casa, en el complejo residencial Sobha City. Con ese coche persiguió y atropelló deliberadamente a K. Chandrabose, de 47 años, que estaba esa noche de guardia a la entrada de la urbanización.
Nisham le atropelló porque llevaba ya un par de minutos esperando a que le abriera. Luego, cargó al vigilante en la parte trasera del Hummer, se lo llevó al aparcamiento de la urbanización, le pegó una paliza brutal y le dejó moribundo. Chandrabose acabó muriendo dos semanas después.
El muy rico Mohamed Nisham está ahora en prisión preventiva. No había sido así en una docena de casos anteriores, incluidos una presunta violación, conducir ebrio, suministrar la cocaína consumida en un fiestorro o colgar en Internet imágenes de su vástago de nueve años conduciendo el Ferrari o un Range Rover con su hermanito de cuatro años de copiloto. Es posible que esa impunidad, ganada seguramente a golpes de soborno, le hubiera hecho creer que estaba por encima del bien y del mal. Que podía hacer lo que quisiera. Incluso matar a un pobre hombre por hacerle esperar un par de minutos.
Un sentimiento de poder absoluto que probablemente también tenía Cho Hyun Ah, la hija del presidente de Korean Air y ella misma vicepresidenta de la compañía, cuando en diciembre pasado impidió la salida del Jumbo en el que iba a volar de Nueva York a Seúl y que estaba ya camino de la pista de despegue. ¿Había detectado Cho un paquete sospechoso o alguna otra cosa que le hacía pensar que peligraba la seguridad de los pasajeros? No. El problema es que le habían servido unos frutos secos dentro de su estuche en lugar de depositarlos directamente en un plato. Heather Cho, como también se la conoce, obligó al capitán a volver y exigió que desembarcara la sobrecargo que le había servido aquellas nueces de Macadamia. Antes de que bajara, la humilló insultándola y obligándola a arrodillarse. Un tribunal de Seúl ha condenado a Cho a un año de prisión por infringir las leyes de seguridad aérea.
Los abusos de poder no siempre están tan a la vista. A finales de febrero, una mujer de 44 años, Law Wan Tung, fue condenada en Hong Kong a seis años de cárcel por maltratar durante seis meses a su empleada doméstica, una muchacha indonesia de 23 años, Erwiana Sulityaninsih. La joven no solo no cobraba por su trabajo sino que recibía palizas y malos tratos, sólo podía utilizar el cuarto de baño dos veces al día y su dieta diaria era pan, arroz y medio litro de agua. Cuando la señora la pilló un día consumiendo comida de la familia, le rompió varios dientes a golpes.
Hace tan solo unos días, en la Audiencia de Sevilla, un jurado ha declarado culpables a dos jóvenes a los que la fiscalía había acusado de matar en Utrera en junio de 2013 a un indigente a pedradas y a palos “por diversión”. Le rompieron tres dientes, le fracturaron seis costillas, le provocaron una herida en el abdomen por la que perdió un litro de sangre. En una palabra, le “reventaron”, según presumían ellos mismos por el pueblo.
¿Qué nos impulsa a cometer todos esos actos de violencia, tan distintos entre sí pero con un denominador común: una persona aparentemente normal que se siente fuerte y ataca sin apenas motivo a otra que le parece más débil? Quizás sea consecuencia de lo que el psicólogo estadounidense Philip Zimbardo definió como “el efecto Lucifer”: la capacidad que tiene el ser humano de comportarse de forma irracional, de pasar del bien al mal.
Zimbardo llevó a cabo en 1971 un polémico experimento en la Universidad de Stanford, en California. Recreó en un sótano una prisión de ficción en la que un grupo de voluntarios ejercía el papel de guardianes y otro grupo ejercía el papel de reos. Los voluntarios sabían que iban a participar en un estudio pero no tenían conocimiento de los detalles, por lo que los reos no sabían muy bien qué pasaba. El experimento tenía que haber durado dos semanas pero se suspendió al cabo de seis días porque los supuestos guardianes, amparados en su autoridad, acabaron abusando de los presos y aterrorizándoles. Estos, salvo excepciones, aceptaron someterse a ese poder. El propio Zimbardo se involucró tanto en el experimento que no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se lo hicieron ver algunos colegas que visitaron la cárcel de ficción.
Los hombres que cometieron esos excesos en su papel de guardianes no entendían qué les había llevado a comportarse de esa manera, a abusar de su posición dominante. Igual que abusaron de su poder el rico hombre de negocios de Kerala, la ejecutiva de Korean Air, el ama de casa de Hong Kong o los dos jóvenes de Utrera.
Quién sabe, quizás al copiloto Andreas Lubitz le ocurrió lo mismo. Podía haberse quitado la vida sin molestar a nadie, pero tenía el inmenso poder de estrellar el avión de Germanwings contra los Alpes y llevarse consigo un centenar y medio de vidas. Y lo aprovechó. La diferencia entre este Lucifer y los de Stanford es que los pasajeros del avión no tuvieron oportunidad ni de someterse a su poder absoluto ni de rebelarse contra él.
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