A favor de la Marina industrial
Domesticar la Ronda Litoral y crear en ese lugar desordenado un distrito comercial exportador es un buen proyecto
La verdad es que poner orden en el mapa del Morrot no es ninguna tontería. Hay que subir al Castillo de Montjuïc, tomar el camino que lo bordea por detrás y, desde el confín, espiar el puerto industrial. Es un mundo fascinante, cuadriculado, nada romántico. Desde aquí se entienden algunas cosas: que el puerto no está descolgado de la ciudad; que la Ronda Litoral, como en su momento el Eix Transversal, nació angosta; y que hay en este paisaje más desorden del que toca. Cuando Xavier Trias, bisoño, planteó hace cuatro años la creación del barrio Blau-Ictínea en estos intersticios a lo mejor estaba pensando en el antiguo plan de la Ribera que tenía que transformar Barcelona en Copacabana, a la brava. Entre eso y que el gobierno municipal socialista apostaba por desarrollar la ciudad en la otra punta, la del Besòs —a partir de la Sagrera, pero no solamente—, el proyecto del Morrot cayó fatal. Risitas y bromas. Ahora, retocado, racionalizado, el proyecto tiene sentido. Las ciudades, dice la historia, siempre crecen hacia poniente.
El proyecto debe de ser carísimo y tampoco tiene sentido hacerlo competir con el acomodo de la Sagrera. Sin embargo domesticar la Ronda Litoral poniéndola debajo de una avenida convencional y crear, en la zona ahora desordenada, un distrito comercial, yo diría que claramente exportador —un distrito que no se avergüence de los negocios y que no le tenga miedo al mercado mundial— es un buen proyecto. Es la contrapartida urbana del puerto. Más que eso: aquí, ciudad adentro, está creciendo un barrio peculiar, a caballo de Barcelona y l'Hospitalet y repartido entre una zona residencial que va ganando calidad y un cuerpo industrial que mantiene el tipo, y que debería mantenerlo hasta el final. Es la Marina del Prat Vermell. Es el barrio de la Zona Franca que duda entre transformarse o resistir.
En la parte superior, cerca de la Gran Via, la transformación está marcada por la presencia de hoteles y oficinas: esa es la influencia benéfica de la Fira, que saluda en el horizonte con sus rascacielos VIP. Pero está también el vecino jubilado que con su carrito va al super, un súper de marca popular. Los árboles son tiernos, encinas, chopos de piel blanca. Quiero decir que hay un contraste sutil entre lo nuevo y lo de siempre. Los nombres de las calles remiten al pasado: Alumini, Coure, Plom, Foc… mientras el paisaje nos lleva al futuro: son pisos bonitos, con el urbanismo que les gusta a los arquitectos actuales, que concentran altura para liberar espacios a ras de suelo pero eliminan los locales comerciales, el comercio que da a un barrio su textura humana, la calidez. De golpe, aparece una calle cortada de estampa inglesa, con casas bajas color vino, y el nombre exótico de Mileva Maric, la mujer que sabía tantas mates como Einstein, su marido. Todo está impecable.
Si seguimos bajando hacia el mar, al que no se puede llegar, la presencia industrial se hace ostensible
Si seguimos bajando hacia el mar, al que no se puede llegar, la presencia industrial se hace ostensible: camiones pesados, galpones inmensos, trajín de hombres con chalecos reflectantes. Es la zona industrial más nueva y yo voy buscando los orígenes, quiero ver el comienzo de todo esto. Lo encuentro en la fábrica Santiveri, que pone en la entrada su lema de salud y dietética. Santiveri me trae la imagen de ese anciano centenario que tenía una vitalidad de muchacho. El hombre daba consejos sensatos cuando le hacían entrevistas.
Me gusta la fábrica: las paredes son ocres —el color de la Barcelona popular— y, espiando por la entrada custodiada, veo que dentro del recinto se ha construido una nave moderna al lado de la histórica y que también hay una casa de volutas amables, que era la manera en que hace cien años se construían las fábricas, con el edificio señorial de oficinas, que a veces era domicilio. No se oye nada, no se huele nada. Esta fábrica es el vecino perfecto.
Muy cerca hay dos cosas. Un colegio inmenso, de un noucentismo racional, que también funciona como escuela de adultos; y hacia el otro lado, sobre Motors —una zona desvencijada-— un restaurante popular con la sombra de tres pinos históricos. Así era el paisaje cuando llegó el primer Santiveri, el fundador de la saga que hoy todavía controla la empresa.
En la esquina, un polígono industrial rabioso, de ruido metálico y constante, que acoge 18 empresas. Y ahí mismo unas casitas también amarillas, de dos plantas, que se pierden en el pasado, y en una de ellas hay una estelada y en otra trabaja un marmolista que labra lápidas para la memoria de nosotros que guarda el Cementiri, que está a dos pasos. Can Tunis, La Marina, Mare de Déu del Port, el Morrot. El tiempo. La industria. Territorio de Paco Candel, que da nombre a la biblioteca que está en allá arriba, en la parte residencial, con pisos caros que él nunca tuvo. Tiene sentido completar la ciudad hacia poniente, como quiere la tradición, y más todavía mantener en forma este corazón industrial que late mirando al puerto.
Patricia Gabancho es escritora
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