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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona y la cultura cosmopolita

Repensar la política cultural debería llevar a eliminar las interferencias del poder en los procesos de creación

En estas páginas de la edición catalana de EL PAÍS se ha suscitado recientemente un interesante debate: ¿Ha sido Barcelona una ciudad cosmopolita?, ¿todavía lo es?, ¿alguna vez lo fue? El punto de partida de la controversia es la creación de un nuevo centro cultural, el Centro Libre de Arte y Cultura, CLAC, entre cuyos objetivos figura el de “promover y reforzar el carácter cosmopolita” de Barcelona. Los artífices del debate han sido dos conocidos y prestigiosos intelectuales, Jordi Llovet y Jordi Gracia, catedráticos de literatura y colaboradores de este periódico.

Llovet considera que la cultura barcelonesa siempre ha sido mediocre, excepto en ciertos períodos excepcionales y en determinados ámbitos, y que es pura ilusión afirmar que Barcelona ha sido siempre cosmopolita. Entre las excepciones a su mediocridad, Llovet señala la etapa modernista en arquitectura y cultura del ocio, y la etapa noucentista en literatura e ideales ciudadanos, así como ciertas actividades culturales de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Gracia alude a que las afirmaciones del CLAC responden a una sensación de nostalgia por un cierto pasado, afirma que “hoy no tiene sentido ser cosmopolita” y admite que las expresiones de la cultura mestiza barcelonesa han ido desapareciendo en los últimos decenios por las políticas públicas llevadas a cabo. Por tanto, se trata de discrepancias de matiz que pueden dan lugar a una interesante discusión.

Si se me permite terciar en el tema, creo que primero hay que ponerse más o menos de acuerdo en el sentido del término cosmopolita, de clara etimología griega. Efectivamente, ciudadano del mundo es la traducción literal de cosmopolita y sus antecedentes los encontramos ya en Sócrates, también en los sofistas, así como en las escuelas filosóficas de epicúreos, escépticos y estoicos, tanto griegos como romanos. No es, por tanto, un concepto nuevo, es muy antiguo, nada menos que hunde sus raíces en los mismos orígenes del pensamiento occidental.

Fue Diógenes el Cínico (siglo IV a.C.) quien se definió a sí mismo como ciudadano del mundo y tres siglos después observó el latino Terencio “hombre soy y nada humano me es ajeno”, aquella frase que pronunciada en latín nos hacía reír, por razones obvias, cuando éramos niños: homo sum, nihil humani a me alienun puto. Por tanto, las derivaciones de cosmopolita son variadas, no sólo de tiempo y lugar sino también de interés, y en todos los casos de universalidad. La ciudad romana del cosmopolita Cicerón y el imperio de cosmopolitas tan sabios como Séneca y Marco Aurelio, fueron en buena parte organizaciones políticas que respondían al ideal cosmopolita. Este predominio no se dio en la Edad Media, en el modelo de sociedad feudal impregnada de fe religiosa, pero volvió a aparecer cuando Europa se reencontró con los ideales clásicos: Erasmo, Montaigne y Grocio, desde ángulos distintos, son sensibles de nuevo al cosmopolitismo.

“Soy necesariamente hombre, y francés sólo por casualidad”, dirá Montesquieu

Esta sensibilidad se refuerza en la Ilustración. “Soy necesariamente hombre, y francés sólo por casualidad”, dirá Montesquieu. Y Diderot, en carta a Hume, se inspirará de nuevo en Diógenes: “Mi querido David, es usted de todos los países y jamás pedirá al desgraciado su partida de bautismo. Presumo de ser, como usted, ciudadano de la gran ciudad del mundo”. Los ideales cosmopolitas se consagran para siempre en el gran lema de la Revolución Francesa: Liberté, egalité, fraternité.

Pero los estados liberales se construyen en base a los principios contrarios al cosmopolitismo, los principios nacionalistas, nacidos del historicismo y el romanticismo, en las ideas de Burke, Herder, Savigny, Fichte: la identidad individual la suministra un país, una comunidad, el país y la comunidad de la que uno forma parte; el mundo no está compuesto de individuos sino de naciones que deben ser culturalmente homogéneas. Estamos ya en el debate actual: cosmopolitas frente a multiculturales.

¿Es Barcelona culturalmente cosmopolita? ¿Lo ha sido antes? No creo que estas preguntas tengan una respuesta unívoca, no se resuelven con un sí o con un no. El modernismo ha sido más cosmopolita que el noucentisme pero en ambos ha habido excepciones. Maragall, Pla o Sagarra han sido cosmopolitas, Riba, Foix o Carner más bien lo contrario, pero también, según como se mire, a ninguno de ellos se le puede considerar adscrito de forma irrevocable a un bando u otro, con lo cual quizás el debate sea algo artificial si no lo teñimos de política. Ahí sí que las adscripciones son irrevocables y, en estos momentos, condicionadas en buena parte por las ayudas, subvenciones y chollos varios, a veces mínimos, de pura y miserable subsistencia, que otorga la complacencia y falta de crítica con el poder.

En realidad, quizás este sea el fondo del problema y Llovet y Gracia tengan parte de razón: la mediocridad es el problema y la influencia de los poderes públicos en la cultura es la causa de la mediocridad. Repensar la política cultural debería ser eliminar la interferencia del poder en la creación cultural. Quizás entonces todos seríamos cosmopolitas, es decir, espíritus libres.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional

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