Belleza militante
Anthony Braxton da una lección en la Casa Encendida y desarma con su arte en una actuación para el recuerdo
Recién terminaba el concierto en La Casa Encendida, y un espectador interrogaba al amigo sobre lo escuchado. El interpelado, de luengas barbas y gorrilla de plato, se tomó su tiempo antes de contestar. “Diferente”, fue su respuesta. Acaso no exista mejor calificativo para definir la música de Anthony Braxton.
La diferencia de Braxton comienza por el hecho de su misma presencia que, en Madrid, devino en acontecimiento multitudinario, con las entradas agotadas en un decir Jesús, y el personal hablando del cuasi septuagenario creador como del hijo del vecino, que ha salido músico y toca a los Credence con los amigos. Difícil entender los resortes que mueven al aficionado en tiempos como los actuales.
La música de Braxton, de más está decirlo, no se escucha por la radio, sus discos no están en las estanterías de las tiendas, y aunque estuvieran... Uno no va a un concierto de Anthony Braxton como a uno de Pablo Alborán. Lo primero, el interesado debe dejar los prejuicios colgados en el perchero, junto a la gabardina. Y escuchar. Se dice pronto. “Hemos perdido el hábito de lo bello”, le comentaba el protagonista de la noche a quien suscribe en un pasado encuentro.
Ocurre que la música de Braxton nos desarma en la medida en que nos enfrenta a una belleza sin etiquetas ni porqués. ¿Jazz o no jazz? Esa, definitivamente, no es la cuestión. En un mundo ideal, que el propio interesado se empeñe en desmarcarse del género que le alumbró en sus comienzos, debería calificarle cono el candidato número uno al título de músico de jazz del año, o del decenio, si me apuran. Braxton junta el ars antiqua con Lennie Tristano y Stockhausen como si tal cosa; porque así es él, y así es su música: una turbamulta de emociones encontradas de una belleza rara e inexplicable; música cocinada a fuego lento, a ojos y oídos del espectador. Las composiciones nacen y mueren en el momento de ser interpretadas. Cada de cuando en cuando, el director marca un cambio de jugada. Sus acompañantes-discípulos, un ojo al papel, el otro en el jefe, le siguen con la liberalidad que les permiten las composiciones del susodicho. No hay títulos, ni solos, al menos en un sentido convencional del término. Hay, sí, un cuarteto de cámara, si no convencional al menos reconocible. Punto.
Con esto, que el universo braxtoniano está preñado de presencias reconocibles, aunque no siempre seamos capaces de identificarlas. Cuestión de método; como otros compañeros de generación, Braxton tiene su sistema, que nadie entiende, salvo él. Y, como muchos de ellos, termina sus conciertos a la hora exacta de haber empezado, ni un minuto más. Será porque bien está lo que bien acaba.
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