Sobre la incertidumbre
Viene a ser como una especie de terminal en medio de una intemperie muy poblada, como una fiebre intermitente
Constataba Albert Camus en su juventud que los hombres mueren y no son felices, una afirmación que tal vez habría que entender en el sentido de que no solo se muere, sino que encima no se ha sido feliz en vida. Si bien se considera, se trata de una observación un tanto banal que no clama contra nada de lo existente, sino que se limita a manifestar la contrariedad de nuestro destino. También decía André Malraux que lo malo de la muerte es que convierte la vida en destino. De modo que la incertidumbre no nos llega por esa vía, que ni siquiera llega a ser filosófica, sino más bien se formula acerca de qué nos espera en esta vida, ya que acerca de su término nadie abriga la menor duda. Y ya Freud dijo algo así como que a la muerte se la teme casi siempre porque el sujeto no conoce para sí mismo otra condición que la de estar viviendo.
No se trata ahora, no tema el lector, de enredar con el asunto de la muerte, y menos a pocos días de unas fiestas tan alegres y ya pasadas, como todos los benditos (o al menos bendecidos) finales o inicios de año, en las que se glorifica el asombroso milagro de una virgen madre que dio vida al primer niño sin ombligo de la Historia, por no mencionar ahora al mismísimo Adán, ya que Eva, tal y como cuadra estupendamente en esa fábula ya patriarcal, vino después, como regalo a Adán a cambio de la pérdida de una costilla. Y lo celebramos. Y tanto que lo celebramos. Y lo que lo celebraremos todavía, si no decae la fantasía como explicación de la falla.
Ocurre que la incertidumbre bien entendida no empieza en uno mismo, que viene a ser como una especie de terminal en medio de una intemperie muy poblada, como una fiebre intermitente, una febrícula que va y viene y en tu cabeza se entretiene. Tiene que ser algo así, porque de lo contrario no se entiende casi nada de lo que está ocurriendo. Por ejemplo, cabe suponer que Sonia Castedo, la ya exalcaldesa de Alicante, y era ya hora, fue engañada al encargar su ya imperecedera imagen en piedra (para quienes han sufrido el sobresalto de verla plantada en medio de la calle) no ya porque no se le parece en nada sino porque el artista era amigo, o amigo de un amigo (¿Tal vez de ese patético y festivo Ortiz, en cruel venganza?), y en esos casos resulta conveniente hilar fino, como en el caso de Rita Barberá como ninot de falla, que ahí el artista suele cagarla cuando trata de sacarla atractiva y, por tanto, con escaso parecido al modelo. Es muy curioso, por cierto, el esmero con que los artistas de gremio trabajan las figuras que aspiran a ser indultadas del fuego, como si más allá de toda incertidumbre tuvieran por cierto que al menos las figuras rescatadas deben parecerse lo más posible a sus modelos, mientras que el resto mejor condenarlas a la hoguera a fin de tener nuevas jetas a las que incordiar el año próximo. Y la persistencia misma de los monumentos falleros bien puede ser la mayor contribución valenciana a la certidumbre verdadera, tal es la desmesura de su constancia.
En fin, airado lector, si la visita (tan dispersa, por otra parte) de los Reyes Magos le ha dejado exactamente como estaba, no farfulle ni se encabrone, porque es el momento de preguntarse a santo de qué a los reyes de verdad siempre les dejan no algo sino mucho, y es así que escapan a la incertidumbre haciéndose eternos en vida y a menudo inolvidables y representados como el arte manda en sus estatuas ecuestres.
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