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Un Cortylandia ‘indie’

El festival Alhajadú reúne en el centro decenas de actividades para niños y un mercado

Sala de construcción de robots en el festival Alhajadú.
Sala de construcción de robots en el festival Alhajadú.alejandro ruesga

Desde la plaza de San Martín se oye aún el griterío de la locura navideña de Cortylandia, y se ve la marea de compradores que trata de abrirse paso por Preciados sin perder la cartera o los vástagos en el intento. En la puerta de La Casa de las Alhajas, uno de los edificios de la tranquila (contra todo pronóstico) explanada, una niña insiste a gritos: “¡Cortylandia, Cortylandia!”. Su padre, con cara de circunstancias, tiene otro propósito: el festival Alhajadú espera.

“Esto no es un mercado, es un festival con mercado. En realidad, lo que es, es un plan”, explica Mónica Carroquino, coordinadora de cultura de La Casa Encendida y organizadora del evento que ocupa este espacio hasta el 5 de enero. Es su equipo quien organiza el sarao creado por la Fundación Montemadrid el año pasado, y “el alma de La Casa”, como ella la define, se percibe en cada rincón de este edificio industrial del siglo XIX. Hasta el final de las vacaciones, talleres, teatro, cine, conciertos y un mercado con 30 expositores ocuparán este espacio, habitualmente vacío. La oscuridad de la antigua sede del Monte de Piedad, el lugar donde sus derrotados clientes empeñaban las joyas, ha sido sustituida por un sutil ambiente navideño y un murmullo de voces infantiles.

La Casa de las Alhajas acoge cine, conciertos y más de 30 expositores

Alhajadú, que espera a más de 50.000 visitantes en esta segunda edición, pretende ser un reducto en mitad del caos de bolsas, colas y griterío que llena el centro. “Nos venimos aquí, pero ofrecemos algo distinto. No vamos a la contra, pero sí somos una alternativa”, explica Carroquino. Hay cine de animación, pero japonés. Hay talleres, pero de impresión 3D o de robótica. Hay conciertos, pero de músicos independientes. Y hay zona de compras, pero de pequeñas marcas que rozan casi la artesanía.

Como Siete Pecas, la tienda de ropa infantil de Patricia Rodríguez. Esta joven (tras ella, una camiseta reza “papi es un friki” junto a un body de muñecos de nieve) pisa por primera vez el mercado Alhajadú y asegura que, por ahora, la experiencia le ha servido tanto para vender más como para darse a conocer. Pero si ella se decidió a pagar los cerca de 1.000 euros que cuesta reservar uno de los puestos durante 15 días, no fue por la promesa de ventas astronómicas. “Me llamaron de La Casa Encendida para proponerme venir, y yo de lo que ellos hacen me fío”, cuenta en el descanso de visitantes que ofrece la hora de comer.

Pero no solo de habituales de La Casa Encendida vive el festival, y en esto coincide los expositores del mercado y la organización. La Casa de las Alhajas, en plena vorágine de compras navideñas, es un escaparate perfecto tanto para las marcas como para la institución cultural. “El público de la Casa es un público fiel, le conocemos bien. Lo que nos interesa es ver qué pasa con es público que no viene a Alhajadú porque se ha leído el programa y les interesa, sino porque se lo encuentra”, comenta Carroquino. Por ahora, las conclusiones son positivas: “Al final, si haces una actividad de calidad, no existen públicos diferenciados”.

Una de las zonas más frecuentadas es la sala de juegos de Lego

De hecho, no es sencillo encontrar plaza en el medio centenar de actividades previstas, desde talleres de cocina a conciertos de músicos como Zahara con un repertorio adaptado para niños (con precios entre 3 y 10 euros). Por eso, la organización ha previsto actividades de libre acceso. “La gente tiene que venir sabiendo que va a encontrarse cosas que hacer”, dice Carroquino. Entre ellas, la estrella de la casa es Dj Dú, una sesión que une a pinchadiscos y a sus hijos para poner a bailar a niños y adultos en la luminosa tercera planta del edificio.

La sala más concurrida, sin embargo, está lejos de la innovación. Decenas de niños se afanan, cuerpo a tierra, en acumular piezas de Lego. La sala de la marca danesa, que acoge esporádicamente talleres impartidos por expertos, es un ir y venir de familias. Sentada en una banqueta, Teresa vigila a su hijo Pablo, de seis años, que ha coleccionado un montón de ladrillos de colores. “No conocíamos el sitio, pero ahora no hay quien le saque de aquí. ¿Verdad, Pablo?”. Pero Pablo no contesta. Quién necesita a mamá cuando tiene un castillo entre manos.

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