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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿A qué podríamos jugar?

¿Por qué Ximo Puig siempre sonríe, tal y como está el patio, incluso el suyo?

Al escondite, tal vez, esa sabia distracción infantil tomada sin duda de la conducta de los adultos, digo yo. ¿Qué podríamos hacer ante tanta estupidez política? No acercarnos ni por asomo al mundo mundial de la actividad política, a favor de nuestra estabilidad mental. Pero ahí se interpone el muro del mala sombra de siempre advirtiendo de que si no haces política otros la harán por ti. A lo que bien se puede responder que de todos modos lo hacen. Quiero decir que no sé qué se la ha perdido a Pedro Sánchez, líder del PSOE, jugando baraja con unas ancianas en un club de jubilados. ¿Se trata de una distracción cotidiana del candidato? ¿Sugiere así que eso es todo lo se dispone a hacer por los ancianos? ¿O tal vez sugiere que le encantan tanto las cartas que no puede evitar meterse en el juego en cuanto ve una mano en marcha? Si lo que pretende es lo que todos nos tememos (un amable y casi gracioso toquecito de campechana propaganda), entonces mejor que lo deje estar antes de cometer trapisondas de mayor envergadura, porque siempre será mejor inaugurar un colegio público que hacerse pasar por accesible callejero jugando al parchís con desconocidos.

No es el único político que se presta a la engañifa pública a fin de caerle bien a la gente en la confianza de que así arañará un puñado de votos, por supuesto que no, más bien al contrario. Y no hará falta recordar las procesiones de Rita Barberá por las casetas del bonito Mercado Central de Valencia, las sonrisas condescendientes de Ximo Puig (¿y por qué este hombre siempre sonríe, tal y como está el patio, incluso el suyo?) cuando alguien acaso de su séquito abraza sin piedad a un niño con síndrome de Down, o el triunviriato de Podemos se desplaza con juvenil salero sobre un escenario en el que Iglesias aplaude y se aplaude, Monedero exige con gran desgaste gestual a todo el mundo que se sume al entusiasmo, y Herrejón se dedica más bien a hacerle escuchitas al jefe para sugerirle, en medio de tanta emoción compartida, quién sabe qué matiz, qué aviso, que eventualidad, qué atinada sugerencia histórica. Y eso en lo que tiene que ver, en todos estos ejemplos de pacotilla, con lo que se ve en la pantalla, con lo que el observador percibe desde su casa, así que da pánico pensar en lo que podría suceder cuando todo esto y más se desarrolle en privado dejando de lado la palabrería de feriante anticapitalista y el desarrollo del espíritu asambleario.

Por lo demás, Carlos Fabra entra por fin en Madrid (no se sabe si su hija Andrea habrá proferido para sus adentros el famoso “que se joda”) como si dijéramos en tren de cercanías hasta Aranjuez, desde donde podrá contemplar sus bonitos jardines y deleitarse con el guitarreo nostálgico del maestro Rodrigo, y después de once años escaqueándose de la Justicia, que ya tiene mérito. Aunque no se descarta que el día menos pensado le caiga encima uno de esos indultos que sobrevuelan el mundillo judicial y aterrice en su tierra natal inaugurando con ese canto de libertad el aeropuerto de Castellón. Pero que no se preocupe. La ejemplaridad de su conducta alimenta a sus seguidores sin cesar. Sin ir más lejos, el alcalde de Buñol parece que ha prevaricado a cuenta de la famosa Tomatina buñolense. Y es que hay mucho tomate.

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