Cuatro décadas de Casa Lucio
Empezó en 1974 como una modesta casa de comidas en La Latina, pero hoy es un destino gastronómico para ricos y famosos
Lucio Blázquez se pasea por su casa de comidas con el aplomo de un torero. Mientras esquiva sillas y mesas, intercepta a los comensales con la mirada y la sonrisa. “A ver, ¿los señores han comido bien?”, pregunta a un par de amigos que tienen clavados el cuchillo y el tenedor en un solomillo de ternera. “Como siempre: fenomenal”, le contesta uno. Entonces Lucio saca el pecho y continúa su paseíllo. Mira de reojo el rincón de Camilo José Cela, luego el de Severo Ochoa, ambos llenos de murmullos en plena hora de la comida, y enseguida sube unas escaleras. “Y por aquí”, dice en voz alta, ¿qué tal todo?” Al fondo identifica a un niño. Se acerca a él y suelta sin dudar: “Mira: un día llega un padre a casa, abre la nevera y se encuentra dentro a su hijo. Le dice: ´hijo mío, pero qué haces en la nevera.´ Pues nada, papá, como mi madre dice que soy la leche…” Alrededor hay carcajadas, aunque sea por cortesía, pero el niño muestra su timidez encogiéndose de hombros. Lucio —las manos salpicadas de lunares— se gira, da unos pasos, abre la puerta de la cocina y recibe un tufo de calor. Avanza con autoridad. “Mira, estas son las patatas para los huevos rotos”, dice señalando un cocinero corpulento que fríe con destreza unos cuatro kilos de tiras amarillas, “de la mejor calidad.”
Casa Lucio, uno de los restaurantes madrileños más famosos del mundo, cumple 40 años de atender a nacionales y a extranjeros, anónimos y famosos, “con cercanía familiar.” Pero su plato más exitoso, los huevos rotos con patatas, “tan sencillos y tan sabrosos”, ya es centenario. Cuando el arquitecto británico Norman Foster los probó, dijo: “es la sencillez llevada a la perfección.” La receta y el secreto son de la abuela de Lucio Blázquez, “que cocinaba como Dios.” En Serranillos, “un pueblo de listos” de la sierra de Ávila, la abuela solía ir a dar de comer a los hombres que cegaban el prado, pero los huevos fritos se estropeaban por el camino. Así que al llegar a su destino resolvía el imprevisto revolviéndolos y extendiéndolos sobre un puñado de patatas. “¡Y aquello “¡sabía a gloria!”, afirma Lucio Blázquez.
—¿Y cuál es el secreto?
—El fuego de carbón, unos buenos sartenes y la materia prima: patatas gallegas, huevos de una finca de Ávila y aceite de Jaén.
—Oiga, ese es su plato más famoso, pero ¿cuál es el mejor plato de la carta de Casa Lucio?
Muchos grandes chefs son amigos, pero yo sigo con lo de toda la vida
—Los callos a la madrileña. Es el que más me gusta. Es un plato súper exquisito.
Este tabernero que tiene premios “como para hacer un museo” llegó a Madrid a la edad de 12 años y desde entonces ha trabajado en este sitio de la calle Cava Baja, en el barrio de La Latina, que durante muchos años se llamó El Mesón Segoviano. El chiquillo echaba una mano en la cocina y, sobre todo, servía mesas a toda velocidad, tanto que Doña Petra, la propietaria, le decía “Lucito el atómico.´ “Yo trabajaba 17 horas diarias y, cada 15 días, libraba dos horas. Me decía mi jefa: ´vete a que te dé un poquito el sol a Las Vistillas, aquí al lado.´ Pero yo disfrutaba mucho trabajando y, durante 14 años, dormí en una buhardilla donde me despertaba y me pegaba con la cabeza en el techo. Era majete y la gente me empezó a querer mucho. Por eso me iba bien. Pero nunca imaginé que esto sería mío.”
Casa Lucio se inauguró el 4 de noviembre de 1974 después de casi un año de reformas en el inmueble. “Esto estaba hecho una birria. ¡Y mira ahora!”, exclama Lucio —la chaquetilla blanca, “hecha a medida en la tradicional sastrería Yusty”— al tiempo que abarca su renio, en el que trabajan 39 personas, con el orgullo en la mirada. Hoy encabeza, además, el equipo de otros tres restaurantes cercanos a éste. “Yo estoy ya un poco agotado de trabajar. Es demasiado. Tenemos un restaurante mundialmente famoso, pero gano lo justito porque no he querido subir los precios. Con ganar para pagar a los que trabajan conmigo soy feliz. No soy un muerto de hambre, pero no soy lo que tendría que ser, ¡con lo que he trabajado! Soy un caso único. Y el tío más divertido de España.”
—Pero también llorará, ¿no?
Los huevos rotos, su plato estrella, es una receta creada por su abuela
—Sí, sí. Por ejemplo, cuando me dijeron que había muerto Manzanares se me cayeron las lágrimas. Es que la vida se va pasando. A veces te dan ganas de morirte sin enterarte. Con la edad que yo tengo, 81 años, todos los amigos se están yendo. Con Manzanares éramos como hermanos. Lo siento en el alma porque era un torerazo. ¡Y el más ligón del mundo!
—¿Y usted no ligaba tanto?
—¡Se me tiraban las mujeres al cuello cuando era camarero!
Hasta el santuario de los huevos rotos con patatas peregrinan todas las celebridades que pasan por Madrid y, donde antes paraban diligencias y arrieros, ahora lo hacen Mercedes y Rolls-Royce. Son gente que viene a ver o a dejarse ver, a pasar un buen rato, a hacer negociaciones políticas, acuerdos empresariales, o a replantearse amores imposibles mientras prueban platos que son patrimonio nacional. Lucio tiene unas cuarenta carpetas con fotos de todos los personajes que se han sentado en las mesas de su templo gastronómico. “¡Han venido todos! Presidentes, ministros, el Rey, premios Nobel, actores, cantantes, futbolistas. ¡Todos, todos! Bueno, hasta los chorizos de los escándalos de ahora”, cuenta y al instante empieza a mostrar decenas de instantáneas.
—¿Y ningún famoso le ha quedado a deber una comida?
—Hombre, algún piratilla ha habido, cómo no va a haber. Pero casi todos se han portado conmigo como Dios manda
—¿Quién no ha venido todavía y le gustaría que viniera?
—El Papa. Nada más.
—¿Y los jóvenes?
—Vienen, sí. Los hijos y los nietos de nuestros primeros clientes suelen venir.
—¿Y los demás? Dicen que a muchos les parece un sitio “sólo para turistas”, de “ambiente casposo”, de “precios desmedidos”…
—¡Para nada! [interrumpe] Aquí viene mucha gente joven. ¡Mucha!
Lucio Blázquez —la tensión baja, “señal de que viviré mucho más”— se levanta todos los días a las once y media de la mañana. Después de desayunar se monta en una bicicleta estática durante media hora. Los martes y los jueves prefiere ir al gimnasio y todos los agostos veranea en Alicante. Hace seis años, en la playa de San Juan de esa ciudad de la costa valenciana, el Tabernero Mayor de Madrid estuvo a punto de ahogarse. Había pasado unos días en Miami, donde le dieron las llaves de la ciudad, y el exceso de las celebraciones lo resintió en la vesícula. “Regresé en el avión con fiebre. Me operó mi médico aquí y me mandó a recuperarme a Alicante. Estaba en la playa y de pronto me caí de frente. Empecé a tragar agua y… ¡un minuto más y me hubiera muerto! Pero me recuperé estupendamente”, recuerda con entereza.
El histórico relaciones públicas parlanchín llega a su restaurante después de la una de la tarde y comienza su paseíllo para saludar a los comensales y hacerse fotos con ellos. Él come a eso de las cuatro de la tarde con algunos amigos y, al terminar, utilizan la mesa para una partida de chinchón mientras conversan de fútbol o de toros y fuman puros. Luego va a su casa, muy cerca de ahí, y vuelve a las diez de la noche para saludar a los clientes que acuden a cenar. Su jornada de trabajo termina a las dos de la madrugada. Todos los días.
En tiempos de la cocina molecular y tecnoemocional, Lucio Blázquez reivindica lo tradicional. “Siempre. Hombre, yo respeto a todo el mundo. Muchos grandes chefs son amigos míos y hacen cosas muy bonitas, pero yo sigo con lo de toda la vida y no lo cambio para nada”, dice en un extremo de la cocina. “Esto es un espectáculo. Esto sí que es comida. Mira, mira cómo se hacen las patatas. ¡Mira, mira! El fuego. La carne. ¡Mira qué solomillo, mira qué maravilla! Allá está lleno de cámaras frigoríficas. Arriba tengo la oficina.” Lucio vuelve a deambular entre las mesas y a toparse con la sonrisa y la complicidad de los comensales. “Hay propietarios que ni conocen a sus clientes. Pero la hostelería es familiaridad”, comenta en voz baja, con una sonrisa.
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