Publicidad funeraria
La competencia entre las empresas a finales del siglo XIX acabó a tiros a la salida de un funeral
La calle del Remei está a pocos pasos del ayuntamiento de Les Corts. Tropecé con la modesta casa de la foto y su deslucido letrero hace unas semanas, y acostumbrado a seguir la pista de estos viejos rastros de publicidad añeja, sus letras apenas legibles llamaron poderosamente mi atención: La Neotafia. Intrigado, al llegar a casa comprobé que en el blog Tot Barcelona también se habían fijado en ellas, sin encontrarles un significado. Decidido a averiguar su procedencia, lo que apareció fue esta historia de funerarias, intrigante coincidencia para este sábado de castañas y difuntos.
Como contaba el barón de Maldà, a principios del siglo XIX era normal que a los entierros acudiesen los mendigos para hacer bulto y llevar a hombros al muerto, con un cesto para recoger limosna. Pero en 1836, cuando el ayuntamiento se hizo cargo del cementerio de Poblenou, y ante las dificultades de trasladar hasta allí los cadáveres a pie, obligó que se hiciese en coche funerario y cedió este privilegio a los menesterosos de la Casa de la Caridad (a pesar que muchos barceloneses consideraron un sacrilegio que se enterrase a un cristiano conducido por animales). Entonces, cuando alguien se moría colocaban grandes cortinajes negros en las ventanas del difunto, que también se alquilaban en aquel centro de beneficencia de la calle Montalegre. Ante las quejas por semejante monopolio, a mediados de siglo se permitió una fórmula mixta. Los particulares podían cargar con el muerto hasta la iglesia, y desde allí al cementerio iba en carroza. Otra consecuencia de aquella liberalización fue la aparición de especialistas en la confección de ataúdes, de los que antes se encargaban los ebanistas, como el que se anunciaba en 1850 en el diario El Áncora, situado en la calle de Bajo Muralla (hoy una acera del paseo Colón), que ofrecía desde ataúdes cubiertos de pana y guarniciones de oro, a simples cajas pintadas de negro. La competencia era tan agresiva entre estos fabricantes que en 1884 se obligó a apartar de la vista del público los ataúdes, que se mostraban directamente en la rúe.
Las primeras empresas funerarias no aparecieron hasta unos años más tarde, ofrecían cajas para difuntos, flores, transporte hasta el camposanto y esquelas en un mismo paquete. En 1886 se fundó La Neotafia, cuya sede estaba en la plaza Cataluña esquina con Fontanella. Esta empresa se hacía mucha publicidad y protagonizaba sucesos como el que tuvo lugar en 1888, cuando un jornalero cayó muerto muy cerca de la tienda y le regalaron un ataúd a la viuda. En 1896, en el Anuario Riera figuraban 41 fabricantes de ataúdes, entre los que destacaba el taller del concejal conservador Benito Samaranch, a quien se acusaba de manipular el voto de los difuntos que no habían borrado todavía del censo. Otro empresario mortuorio era José Costa, sito en la calle Jaume Giralt, de quien escribió el poeta Joan Maragall. O Felipe Rovira, que tenía dos grandes depósitos de ataúdes en la Ronda de Sant Antoni. Por el mismo anuario puede comprobarse que ascendían ya a 74 funerarias, cuando en 1897 se incorporaron los antiguos pueblos del llano barcelonés convertidos en barrios, como el taller de Juan Belloch de la calle de Sants casi esquina con Olzinelles, recordado en el barrio como Can Caixetes.
No obstante, la empresa más veterana y fuerte del sector era La Neotafia, que a finales de siglo ya tenía talleres y cocheras propias en la plaza Universidad y en la Gran Vía. Sus dependientes iban uniformados y llevaban el nombre comercial bordado en seda de oro en la cinta de la gorra. En 1900, este negocio saltó a la fama al ceder un ataúd al ilusionista francés Charles Bidaud para su experimento de catalepsia, que consistió en permanecer una semana encerrado en él, en la sala del antiguo café Colón de la Rambla. Esta libertad empresarial comenzó a desaparecer con la reforma del régimen municipal sobre entierros, cuando el ayuntamiento se negó a enterrar aquellos cadáveres que fueran conducidos por carruajes distintos a los de la Casa de la Caridad. En 1906, la sede de La Neotafia se trasladó a la Rambla de Cataluña, y abrió sucursales en la plaza Junqueras, en la calle Marqués de Campo Sagrado, en los barrios de Sant Gervasi y Gràcia (y es de suponer que en Les Corts). Por aquel entonces había mucha competencia, como La Cosmopolita (también con varias sucursales), La Soledad, La Sacramental, la Gran Funeraria del Pino, La Española o la Funeraria Modelo (después Funeraria de la Cruz Roja). En 1907 las principales empresas crearon un sindicato, que en la primavera de 1913 obtuvo una concesión municipal. A partir de ese instante, del transporte de difuntos se seguiría ocupando la Casa de la Caridad, pero el resto de los servicios serían para la Unión de Empresarios La Neotafia.
Evidentemente hubo protestas, su principal rival (el concejal Samaranch, director de La Egipcia de la calle Pelayo), reclamó. Circulaba la sospecha que La Neotafia había pagado bajo mano para tener aquella concesión en exclusiva. Las funerarias independientes (como la Funeraria Colón o la Funeraria de San Andrés), anunciaban en sus fachadas que no pertenecían al monopolio. Durante años hubo enfrentamientos entre ambos bandos, incluso en 1915 empleados de La Neotafia dispararon a la salida de un féretro de una funeraria no asociada. Todavía en 1924 se volvió a la libre competencia, momento en que La Neotafia abrió nueva sede en la plaza de Santa Ana. Pero estaba tocada de muerte y cesó su actividad en 1927, cuando el servicio de pompas fúnebres se hizo municipal. La última noticia de La Neotafia data de 1931, cuando se juzgó a una banda de timadores que se dedicaba a ir por las casas cobrando supuestas facturas atrasadas de la empresa. Hoy toda esta historia cabe en esas pocas letras apenas visibles, en esta calle escasamente transitada de Les Corts.
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