Reinas, fados y meninas
La ascendencia lusitana en Madrid, desde Velázquez a Ronaldo, es una constante en la vida de la ciudad
Una de las divisas más deslumbrantes de Madrid es el lienzo Las Meninas, surgido del pincel de Diego Velázquez en 1656. A partir de la fecha de su hechura, miles de palabras han sido vertidas para glosar este prodigio pictórico, en el que incluso la atmósfera de un áulico salón, habitado por niños y adultos de regia estirpe, permanece retenida e inmarchitable en la tela tan dulcemente acariciada por el pincel del egregio sevillano afincado en Madrid hace cuatro siglos.
Desde entonces, el arte de la pintura tiene en esta obra uno de sus cánones universales. Sin embargo, entre la obra y el autor existe un vínculo en el que casi nadie repara: Portugal. Tanto el título del cuadro, Meninha, muchacha en portugués, como la filiación materna del pintor, apellidado Da Silva, proceden del país que comparte con España el extremo peninsular suroccidental de Europa.
La presencia de Portugal en la Corte española ha sido una constante histórica, cuyas raíces se hunden en el más remoto pasado. En la Edad Moderna, una reina lusitana, Isabel de Portugal, reinó junto a su enamorado y visceral Carlos I de España, del cual fue serena consejera.
Del monasterio madrileño de El Escorial partió un fraile portugués, de nombre Sebastiao, tras haberle encomendado el rey Felipe II la dirección de un auténtico comando clandestino, formado por nobles y militares armados y provistos de abundante dinero, con el propósito de acopiar, tras las líneas protestantes, cuantas reliquias de santos y santas se hallaran en peligro de ser profanadas. El jesuita y sus compañeros regresaron al monasterio jerónimo madrileño para rendir cuentas al rey: trajeron consigo un ajuar de varios miles de reliquias.
Otro lusitano, Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, portugués de origen, gozaría de la confianza del monarca filipino; no así la esposa de aquel, Ana de Mendoza y Lacerda, duquesa de Pastrana, titular de una vieja dinastía aristocrática madrileña, que si bien en un principio trataba de “primo hermano” a Felipe II, cayó en desgracia tras urdir, supuestamente, una oscura maquinación para hacerse con el trono vacante de Portugal, en aparente connivencia con el secretario regio, tildado de felón y luego prófugo, Antonio Pérez.
Entretanto, la Corte de Madrid veía desfilar por sus salones personajes de la vida lisboeta afectos a la monarquía hispana, ya que en 1578, al morir en la plaza marroquí de Alcazarquivir el heredero de la corona de Portugal, el infante don Sebastián —su cadáver no apareció nunca—, el cetro lusitano vino a recaer sobre el propio Felipe II, que tuvo que trasladarse a vivir allí. Una vez recobrada la independencia entre 1640 y 1668, tras batallas innúmeras, la dinastía reinante en Portugal entró en litigio con la Corte de Madrid. En la Guerra de Sucesión, surgida tras morir en 1700 el rey español Carlos II sin descendencia, Lisboa, junto a Londres y Viena, tomó el bando del Archiduque Carlos frente al Borbón, apoyado por París, que vencería la contienda y reinaría como futuro Felipe V. Medio siglo después de aquellas fechas, una dama portuguesa, Bárbara de Braganza, cautivaría el corazón y, sobre todo, el oído, del rey Fernando VI, renombrado melómano, con el que, en falúa real, recorrería el río Tajo a su paso por Aranjuez cantando a tres voces arias en compañía del castrato Carlo Broschi, Farinelli, mientras este tocaba el clave.
Bárbara, perteneciente a una casa regia portuguesa, la de Braganza, temiendo morir después que su esposo, se hizo construir para su enterramiento el monasterio de Las Salesas Reales, hoy sede del Tribunal Supremo. Sin embargo, ella murió antes que Fernando. Enloquecido por su pérdida, el rey, dando alaridos, vagaba fantasmalmente en las noches por el palacio madrileño de Villaviciosa de Odón. Al fallecer, dispuso ser enterrado en la iglesia del monasterio de Las Salesas, llamada de Santa Bárbara en honor de la reina portuguesa, en un sepulcro trasdosado con el de su amada y melómana compañera.
Por aquellos años, el terrible terremoto de Lisboa, registrado el 1 de noviembre de 1755, que causó casi 100.000 muertos —5.300 de ellos en España—, dañó o derribó numerosas torres y campanarios madrileños, como la de la iglesia de Santa Cruz, en la calle de Atocha, cuya estatura fue durante siglos la más alta de las de Madrid. Portugal vuelve a aparecer en la historia madrileña en 1808, cuando Manuel de Godoy, valido del rey Carlos IV, se ve engatusado por Napoleón quien, arteramente, le asegura que sus tropas van a cruzar —solo a cruzar—, por España hacia el país lusitano, aliado de Inglaterra en su contra.
En el siglo XX, los nexos entre Francisco Franco y el también dictador Oliveira Salazar fueron muy estrechos, ya que el portugués brindaría todo su apoyo al inquilino del palacio de El Pardo. Otros vínculos políticos quedaron establecidos entre Estoril, residencia de Juan de Borbón, padre del rey Juan Carlos y abuelo del monarca Felipe VI, con su Consejo Privado en Madrid, un club de personalidades que conspiró contra el dictador y contribuyó a trascender la dictadura militar franquista, hostigada en la calle principalmente por obreros y estudiantes.
Hasta los años 70 del siglo XX, lo único que llegaba a Madrid desde Lisboa —colaboraciones dictatoriales aparte— era la voz de la bellísima Amalia Rodrigues, sublime cantante de fados. Con la portuguesa y triunfante Revolución de los Claveles, de 1974, los anhelos anti-dictatoriales de los jóvenes españoles experimentaron un acentuado acelerón, si bien aquel levantamiento popular contra el heredero de Oliveira Salazar, Marcelo Caetano, puso en alerta a quienes obstruían el triunfo de la democracia en Madrid.
Pese a ello, todo lo procedente del emancipado Portugal, desde las rebecas y los pañuelos de flores hasta el bacalau, se puso de moda y muchas parejas madrileñas comenzaron a veranear en el Algarve, a recorrer el Alentejo y a pasear ensoñadas las calles de Lisboa, mientras los cassetes con el rasgado de cuerdas de las guitarras de sus músicos acariciaron, a modo de bálsamo, el ruidoso éter de Madrid.
Llegarían, ya entrado el siglo XXI, los entrenadores y jugadores portugueses de fútbol –el proverbial mal genio de Mourinho, en contraste con la sonrisa adolescente de Ronaldo—, para perpetuar en Madrid la presencia fraternal, pero en ocasiones aún distante, de un Portugal tan idealizado como insuficientemente conocido en la capital española y que, ya a partir del siglo XVI, varios reyes españoles quisieron ver vinculada, por vía fluvial, con la perla del estuario del Tajo. Por cierto, fue allí donde en 1970 se detectó un vertido accidental de residuos nucleares arrastrado hasta Lisboa desde el subsuelo al Manzanares desde un reactor nuclear, averiado, en la Ciudad Universitaria.
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