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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una rememoración

El golpe del Pinocho Feroz había triunfado en Chile, Allende se había suicidado en La Moneda y, ante ese desolador panorama, nos preguntamos para qué servía lo que hacíamos

En los primeros días de septiembre de 1977 vivía en un pisito con el núcleo del grupo de teatro UEVO. Ensayábamos entonces, sobre un texto mío bastante torpe, como es natural, un montaje sobre la tortura, enmascarado con varias alusiones al Manual de inquisidores, y en esas estábamos cuando en la noche del día 11 escuchamos en la radio los avances informativos sobre el golpe de Pinochet en Chile. Nos quedamos de piedra, pero aún así seguimos con los ensayos de nuestra obrita y la estrenamos en octubre, nada menos que en el Colegio de las Esclavas de María, pese al temor de las Esclavas ante una especie de reportaje que nos hizo un tal Ricardo Bellveser en el que advertía que los protagonistas salían a escena en pelota viva. No era así, pero ya da lo mismo, pobre hombre, asustando a las monjitas. El montaje fue un éxito de tres días, que fue el que la censura nos permitió, sobre todo debido a la notable cantidad de maderos disfrazados de paisano que cada noche ocupaban la primera fila y que al terminar la función nos hacían preguntas muy inconvenientes para nosotros sobre la significación del espectáculo. Mientras tanto, el golpe del Pinocho Feroz había triunfado en Chile, Allende se había suicidado en La Moneda y, ante ese desolador panorama, nos preguntamos para qué servía lo que hacíamos.

No servía para mucho, es cierto, así que procedimos a una autodisolución más o menos fingida hasta dar la vara de nuevo con una versión algo estrafalaria de un fragmento del Molloy, del gran humorista Samuel Beckett (después de abandonar la posible adaptación del Bartleby, de Herman Melville, porque lo perfecto no se toca), que no fue nada mal. Por entonces, quien esto trata de relatar simultaneaba el teatro y la colaboración con el sociólogo Josep-Vicent Marqués (lo que viene a ser lo mismo), con el que aprendí, entre otras cosas, la teoría del tercio, que consistía en restar o remarcar la importancia de las cifras de una encuesta mediante la entradilla del comentario analítico: “nada menos que un tercio...”, o bien “solamente un tercio...”, según nos convenía. También colaboraba con la más estricta Celia Amorós, casada por entonces con Jose, así que me invitaron a pasar el verano del 78 en una casa de campo de Altea próxima a Cap Negret.

Por aquella casa pasó mucha gente, y también estuvo durante una semana Joaquín Leguina y otros conocidos que habían soportado en Santiago de Chile la feroz arremetida de Pinochet como asesores de Salvador Allende y habían conseguido huir. El círculo se cerraba según una espiral en la que por las noches se contaba a veces el horror de lo vivido. Me salvó de la negrura rescatar a Jose y a Celia de las aguas, cuando al sociólogo de peso se le ocurrió alquilar una barquita de remos y pronto los vientos nos llevaron mar adentro, Jose remaba sin descanso hacia la orilla, Celia medía su espanto y yo me esforzada con una lata de nescafé en devolver al mar el agua que nos inundaba. Ya en la orilla, nos hicimos un ron sin hielo, como buenos marineros, antes de regresar a casa, aturdidos pero felices. O casi.

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