Karma entre hórreos
Un monje tibetano revitaliza una aldea de San Amaro (Ourense) con el primer monasterio budista de Galicia, acogido con entusiasmo por los vecinos
En Ventoselo (San Amaro, Ourense) hay cuatro casas. Literalmente. Y dos se empapan de karma entre hórreos y huertas de tomates. El primer monasterio budista de Galicia germina sobre los restos de un antiguo horno de pan con la llegada del lama Gueshe Tenzing Tamding, un maestro espiritual, discípulo directo del Dalai Lama, que desembarcó en España tras huir de la región tibetana de Dagyab recorriendo durante tres décadas India, Taiwan o Estados Unidos. En Menorca echó raíces el primer templo de la fundación Chu Sup Tsang y siguiendo las recomendaciones de un amigo vigués, recaló en Ventoselo. Tras un par de horas de meditación, tuvo claro que quería difundir su filosofía de vida desde aquella aldea abandonada rodeada de castaños. Un lustro después, este pueblo ourensano exporta dharma budista al resto del mundo. Entre los propósitos pendientes del lama, la construcción de una gran gompa o una biblioteca oriental con la que convertir este paraje en el gran templo tibetano de Europa.
Ahora, San Amaro vive fascinado con un monasterio que ya ven como suyo. “Son muy buena gente”, repiten los vecinos. Mónica regenta el supermercado y desde el mostrador explica cómo han espolvoreado la zona de seguidores y curiosos, muchos extranjeros, sobre todo en las semanas en las que hay retiros para la meditación. “Tienen más público ellos que el cura”, exclama entre risas. También recuerda como, poco antes de la inauguración le llevaron hasta la tienda una invitación hecha a mano. Al otro lado del mostrador, dos vecinos que trabajan en una empresa maderera recuerdan que durante la rehabilitación de las casas iban a comprar material allí. “Durante las obras compartimos mucho tiempo y son una gente maravillosa. Los vemos muchas veces en el bar o en un restaurante que hay junto al ayuntamiento. La verdad es que han revitalizado todo”, afirman.
A los más maduros les cuesta hacerse con los nombres. Para ellos, el maestro espiritual es O lamas. Otros se refieren a los monjes como los nudistas y un hombre incluso les ha apodado, cariñosamente, los shinchanes. Desde la ventana de su casa, Rosa coincide con sus vecinos: “Le hacen mucho bien al pueblo”. Casi todos conocen a Lado, una sonriente malaya que reside en San Amaro desde que el proyecto de rehabilitación simplemente era una idea. “Esa chica lleva mucho tiempo aquí. Ya dormía en otra casa junto al templo cuando no habían arreglado nada y es un encanto”, afirma otra mujer. La convivencia es impecable.
En la aldea hay más budistas foráneos que autóctonos. Sergio y Carmen viven a tres metros del monasterio, en la única casa que todavía no ha sido comprada o prestada a la causa iniciada por Siddharta Gautama, más conocido como Buda. Son sus únicos vecinos. “Al principio me cogió de sorpresa y nunca te imaginas que van a venir a tu lado, pero estamos encantados”, relata la mujer desde su huerta. Y es que han ayudado a insuflar vida en Ventoselo, que hasta la llegada de los budistas y, a pesar de la cercanía con la capitalidad del municipio, estaba condenado al ostracismo: “Si no hubiera nadie más me pensaría si vivir aquí”. Su marido cuenta sonriente cómo enseñó a Lado a tocar el acordeón o a bailar pasodobles. “Lo pasamos muy bien unos con otros”, dice el hombre.
La iglesia de San Amaro, en el meollo del pueblo, está cerrada a cal y canto. No hay ni rastro del sacerdote. A la misma hora y a solo 900 metros, en el monasterio de Ventoselo, no hay puertas y cualquiera puede llegar hasta el interior del templo consagrado hace en unas semanas en una vistosa ceremonia que trajo hasta Galicia a monjes de India y Tíbet. El goteo de visitas es incesante. Tras descubrir el templo, Carmen, una burgalesa de vacaciones en Galicia, dejó a sus hijas y a su marido de turismo por la comunidad. Dos días después se va “encantada” y con ganas de repetir una “experiencia de meditación única”. Cuando ellos abandonan el lugar, otros cuatro coches desembarcan a paso lento. Entre los curiosos, catalanes o un grupo de burgaleses a los que les hablaron del lugar en un camping en A Coruña. “Desde la inauguración hay días de 30 o 40 visitas”, explica Maripaz, una de las discípulas del lama.
Gueshe Tenzing Tamding, un hombre de eterna sonrisa, es cercano. Los pies descalzos dentro de las estancias sitúan a monjes, monjas, laicos y curiosos al mismo nivel: “Todos los seres son bienvenidos. El budismo no excluye a nadie porque creemos que todos tenemos derecho a buscar la felicidad sin dañar a nadie. Queremos la conquista de la felicidad”. A pesar de su relevancia dentro del budismo, en un abrir y cerrar de ojos ayuda al fotógrafo de EL PAÍS a calzarse acercándole una silla. Después se ofrece a fotografiar con su teléfono a una sorprendida turista junto al mandala, un laborioso y colorido círculo de arena dedicado al pensamiento y a la meditación. “Me siento como en casa”, asegura mientras explica con tiento para qué sirve uno de los hórreos que hay junto al monasterio.
Con los años ha hecho suyas algunas costumbres autóctonas al ofrecer té o café en una mesa enfundada en un típico hule. Y es que al lama Tenzing, esta aldea gallega le sonó a Tíbet: “Cuando llegué aquí me sorprendió oír los cantos del cuco. Es un pájaro que también hay en el Tibet, que guardo en mis recuerdos de niño y desde que salí de allí solo lo he vuelto a escuchar en Ventoselo”.
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