Perfumes, colores y sabores esmaltan Madrid en clave francesa
Francisco I, Víctor Hugo, Teófilo Gautier y André Malraux, moradores egregios de la ciudad
Hay un Madrid francés cuya impronta permanece estampada sobre la piel, la vida y la historia de la ciudad desde tiempos remotos. Perfumes, colores y sabores esmaltan la vida madrileña en clave francesa: desde el rico parisién, un barquillo cuadriculado y dulce que voceaban los barquilleros en el Retiro, más los sabrosos y acangrejados croissants de las pastelerías, hasta los tonos pastel de los jerseys de moda llegados de París, sin olvidar las sales de baño, tan francesas y aromadas, que se aplicaban gentes de alcurnia para hidratar delicadamente su piel. Las parejas madrileñas, hoy talluditas, han tarareado canciones de Edith Piaf o Georges Brassens, o bien han bailado agarrao durante décadas melodías de Salvatore Adamo, Chistophe, Michel Polnareff o Georges Moustaki, mientras adquirían en las floristerías francesas los bouquets de novia sus bodas, regadas estas en excepcionales ocasiones con caldos nombrados como chateux. Todo ello algunas décadas antes de que la cultura angloestadounidense se estableciera hegemónicamente en el imaginario de los jóvenes de Madrid.
Tiempo atrás de enraizar tales gustos, en el primer cuarto del siglo XVI, concretamente en 1525, un monarca francés con fama de vividor, Francisco I, llegaba preso a Madrid tras ser derrotado en la batalla de Pavía por Carlos I de España. La leyenda dice que permaneció encarcelado en la Torre de los Lujanes, mismo en la plaza de la Villa; no obstante, otras fuentes señalan que Francisco quedó tan solo levemente retenido unos meses en el Palacete de los Vargas, a la entrada de la Casa de Campo, hoy en restauración. La espada del monarca francés, perdida por él en combate, quedó a buen recaudo en Madrid durante 283 años, hasta que un día de marzo de 1808 Fernando VII decidiera entregarla al duque de Berg, virrey napoleónida en el Madrid ocupado entonces por el ejército galo. Se cuenta que Napoleón Bonaparte montó en cólera, al interpretar aquella devolución como una humillación hacia los españoles.
Poca gente conoce que hay una zona contigua a la estación ferroviaria de Chamartín que mantiene su nombre, Campamento, en recuerdo de la presencia en su lar de tropas francesas entonces allí acampadas. También desde aquella zona, el artillero corso dirigió —sin piedad— la conquista de la ciudad en diciembre de 1808, tras rumiar durante meses la derrota de sus bien pertrechadas huestes en Bailén, a manos de garrochistas andaluces, del ejército regular hispano y, aunque solo durante unas horas, las temibles cargas con armas blancas sufridas por sus mamelucos y coraceros a manos del pueblo de Madrid en las más céntricas calles y plazuelas de la ciudad, aquel épico Dos de Mayo.
La joven Manuela
En tan memorable fecha una niña, Manuela Malasaña, con raigrambre paterna en la Auvernia francesa —Malassagne— fue inmolada por la ferocidad represiva de los dragones napoleónicos que siguió al levantamiento del pueblo y de un puñado de oficiales desde el parque de artillería de Monteleón, la Puerta del Sol y el Palacio Real.
Artistas y literatos españoles, como Francisco de Goya, los Fernández Moratín o el propio Mariano José de Larra, tan ligados a Madrid, todos ellos atrapados por la contradicción entre los valores revolucionarios franceses, que ellos encomiaban, y los atroces cañones napoleónicos, dieron pruebas de afrancesamiento cultural en aquellos duros años, habida cuenta del evidente influjo galo, a partir de entonces irrefrenable, en la creación artística y científica europea.
La presencia de literatos franceses en Madrid ha sido incesante. Precisamente, Víctor Hugo, hijo de un general del ejército de Bonaparte, vivió parte de su infancia en Madrid —una calle junto a la Gran Vía lleva su nombre—; ya adulto, escribiría años después su censurada obra El rey se divierte evocando la figura del libertino rey Francisco I apresado en Madrid tres siglos antes. De esa pieza literaria extrajo Giuseppe Verdi inspiración para componer su celebérrima La dona è mobile.
Dumas y Merimeé
Fueron asimismo dos escritores viajeros franceses, Teófilo Gautier y Alejandro Dumas —invitados aquí a una boda regia— así como su colega Próspero Merimeé, quienes pusieron a Madrid en el mapa argumental del Romanticismo literario, embutido por ellos en un halo de pintoresquismo.
De tal etapa data, igualmente, el activismo cultural, político y diplomático de personajes franceses cruciales en la historia del Madrid decimonónico, como el renombrado Antonio de Orleans, duque de Montpensier, que aspiró a suceder en 1868, tras derrocarla, a la reina Isabel II. El duque protagonizó un duelo a muerte con un primo y pretendiente de la reina, Enrique de Borbón, al que mató de un certero disparo en un campo militar de Carabanchel. Por manchar sus manos de sangre, Montpensier hubo de renunciar a la Corona española si bien siguió enredando cuanto pudo desde las bambalinas donde se decidió la ejecución del general Juan Prim en la calle del Turco, hoy del Marqués de Cubas. Dos grandes ánforas evocan el duelo Montpensier-Borbón en una silenciosa pradera del madrileño parque de El Capricho, paradisíaco feudo de los duques de Osuna, cuyas exedras, precisamente, acaban de ser restauradas por la Delegación municipal de Las Artes.
Otra huella inconfundible de Francia en Madrid es el Parterre del Retiro, diseñado por el tracista y jardinero Robert de Cotte por orden de Felipe V, primer Borbón rey de España, duque de Anjou y nieto de Luis XIV. La jardinería madrileña ha girado desde entonces, el siglo XVIII, en torno a jardineros franceses, como los de la saga de los Boutelou, Claude y Ètienne, entre otros. Educado como hijo del Delfín de Francia, Felipe V, en su adolescencia, llegó a escribir un Don Quijote de la Mancha propio, en el cual el hidalgo se proponía embarcar hacia América. El primer Borbón impulsaría la construcción del Palacio Real de Madrid que, por indicación de su segunda esposa, la italiana Isabel de Farnesio, encomendaría al también italiano Filipo Juvarra. Los franceses Marquet y Carlier serían dos de los arquitectos favoritos de los primeros Borbones en Madrid.
En las postrimerías del siglo XIX un hotel bautizado con el nombre de París, se convertiría desde la Puerta del Sol en canon de un confort hotelero hasta entonces aquí inexistente. La impronta arquitectónica de la estilística francesa más señera en la ciudad, con sus mansardas de pizarra, sus paramentos blancos, tan costazulinos, más sus ojos de buey, pese a ser sus autores belga y británico, se aprecia de manera más evidente, según algunos expertos, precisamente en otros dos grandes hoteles, los que escoltan el Museo del Prado desde la plaza de Neptuno.
De la cercana fuente de Cibeles, emblema de la ciudad de Madrid, fue precisamente un francés, Roberto Michel, quien terciado el siglo XVIII y por orden de Ventura Rodríguez, esculpiera los leones del carro de la diosa cerealera y gobernadora, cubierta de ladrillo durante la Guerra Civil, para defenderla de la aviación de Hitler y Mussolini, aliadas de Franco en el asedio a la ciudad. Como defensor de Madrid desde el bando republicano combatió el pensador francés André Malraux, también desenvuelto aviador.
Un héroe anónimo
Durante la inmediatamente posterior Segunda Guerra Mundial jugó un extraordinario papel, tan destacado como desconocido por el gran público, un ingeniero francés, Jean Sourdeau, vinculado a la Cruz Roja. Junto al conde de La Granja, utilizando distintas coberturas y con extraordinario coraje, Sourdeau facilitó desde los Pirineos franceses —vigilados por una división alpina austriaca de las SS para impermeabilizarlos— la salida clandestina de miles de compatriotas que huían de las huestes hitlerianas. El héroe francés murió discretamente en Madrid hace dos años.
Ya en la posguerra, los ecos musicales de Francia llegaron a Madrid con los acordes y las letras en clave sartriana de la diva de los existencialistas, Juliette Greco, mientras las interpretaciones de Ives Montand y las composiciones de Leo Ferré influían decisivamente en los gustos de los intelectuales madrileños de los años cincuenta. Una década después, al calor de la revuelta estudiantil de 1968, la visita a la Universidad Complutense del liberal Jean Jacques Servan-Schreiber, —acto boicoteado en la Facultad de Derecho por un, a la sazón, exaltado estudiante carlista, que años después sería ministro del Interior—, fue un hito político de primera magnitud. Tan solo sería superado en importancia por la gira que en junio de 1970 realizara a España, casi de incógnito, Charles De Gaulle, ex presidente de la V República y líder militar de la Resistencia contra el yugo nazi de Francia en cuya capital parisiense, la IX Compañía de tanquistas republicanos españoles, entre ellos el madrileño Federico Moreno, dentro de la División Leclerc, había sido la primera en reconquistar la ciudad del Sena y entrar en ella a bordo de sus blindados a las 21.22 horas del 24 de agosto de 1944. Ya en 1926, el maestro José Padilla había cautivado el corazón de franceses y francesas con su tema Paris, c’est une blonde, composición devenida en universal himno de la Ciudad Luz.
La impronta arquitectónica francesa permanece hoy incólume en Madrid en los edificios decimonónicos de barrios como el de Los Jerónimos; en palacetes como los del área de Castellana, Almagro y Fortuny; o en construcciones como la estación de Atocha, inspirada en la arquitectura roblonada de Gustave Eiffel. El aura civilizacional francesa destelló vigorosamente desde tres importantes bastiones: el colegio San Luis de los Franceses, el Liceo Francés, cantera de un importante grupo madrileño de influencia cultural, pertrechado por su excelente Bachillerato — núcleo al que perteneció, entre otras personalidades, el dirigente socialista Gregorio Peces-Barba, padre de la Constitución—; y la Casa de Velázquez, pulmón artístico y escenario de importantes exposiciones y conferencias. Ambas instituciones se hallan vinculadas a un palacete de estilo francés de la calle de Salustiano Olózaga, obra atribuida al Marqués de Cubas, sede histórica de la Embajada de Francia en Madrid, de la que en 1939 fue su titular el mariscal Philip Pétain, entonces con 83 años.
La Residencia del embajador, situada en una manzana de la confluencia de las calles de Serrano, María de Molina y López de Hoyos, adquirida por Pétain en 1939 al conde de Arenzana por un millón y medio de pesetas, exhibe hoy junto a su entrada un gran gallo tricolor, símbolo de la importante república vecina. Allí, cada 14 de julio, Fiesta Nacional de Francia, se celebra un renombrado y glamuroso ágape que, en su día, este periódico tituló “Liberté, Egalité, canapé”.
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