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Lifting en El Cabanyal

Para algunos, como Barberà, los tiempos no pasan. Sigue pensando como el Marqués de Sotelo, como el arquitecto Aymamí, como el barón de Càrcer, pero con cien años de retraso

La conservación de la ciudad histórica, la ciudad construida de forma armónica en la que se produce un grado elevado de correlación entre los habitantes, sus actividades económicas y el medio construido, sus casas y calles, es un dogma de la civilización contemporánea.

Podemos situar su origen en la firme oposición que la activista urbana Jane Jacobs llevó a cabo ante el proyecto de autovía que había de seccionar la parte baja de Manhattan, la de mayor predicamento entre las élites culturales de Nueva York. Su éxito, ante figuras potentes y representativas del modo de intervención llamado eufemísticamente renovación urbana, fue deslumbrante y supuso el principio del fin de esas políticas devastadoras de la ciudad histórica. La autovía no se llevó a cabo.

Al mismo tiempo, en Italia, se elaboraba una doctrina de intervención en las ciudades históricas que con el nombre de Cultura de las Ciudades habría de cosechar un éxito fulminante y que entre nosotros cuajó tras la reposición democrática en los planes de protección de Ciutat Vella.

Sin embargo, este corpus doctrinal no triunfa sin dificultades. Algunos, carentes de la suficiente formación y sin perspectiva histórica, niegan o ignoran su existencia y prosiguen, como Barberà, empozados en la cultura de la reforma interior, una práctica que alentó grandes proyectos, unos satisfactoriamente resueltos como la calle de la Paz o el barrio de Pescadores, otros acabados en un fracaso sonoro como la plaza de la Reina o la Avenida del Oeste. Son políticas de intervención antiguas, viejunas como hoy dicen los jóvenes, que pertenecen a momentos de crecimiento intenso en el interior de ciudades amuralladas y a una cultura que exalta la novedad de los tiempos, sus aportaciones en infraestructuras urbanas y arquitectónicas. Tiempos pasados.

Sin embargo, para algunos, como Barberà, los tiempos no pasan. Sigue pensando como el Marqués de Sotelo, como el arquitecto Aymamí, como el barón de Càrcer, pero con muchas décadas de retraso, cien años.

Hoy, con la crisis inmobiliaria, las corrientes urbanísticas revalidan la cultura de la conservación y emergen propuestas de intervención participativa, de regeneración de barrios, de optimización de recursos, estos sí, bien escasos. Este urbanismo estacionario se posiciona frente al urbanismo de los desarrollos que hemos conocido en las pasadas dos décadas y de los que el plan Barberà para El Cabanyal es muestra inequívoca.

De modo que, si el plan de prolongación era una antigualla en los años 90, la nueva versión que propone, de iguales contenidos de devastación, de igual ignorancia de la cultura contemporánea, de igual mezquindad que su precedente, ahora resulta patética, porque no hay lifting que haga olvidar los perfiles de un plan desfasado y anacrónico, que ahora reaparece como una starlet caduca o un galán botoxizado en pleno declive.

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