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POP | Portishead
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una fabulosa catatonia

La banda de Bristol hipnotiza en su primera visita madrileña a 10.000 personas, en un auditorio mudo y alucinado

Primera circunstancia insólita: Portishead, banda reverenciada como pocas, objeto de culto y devoción por motivos casi siempre justificados, jamás había pisado suelo capitalino hasta anoche. Segunda circunstancia insólita (derivada en parte de la anterior): cerca de 10.000 personas respondieron a la cita en el Palacio de los Deportes, un aforo extraordinario para una experiencia sonora apabullante, minuciosa y compleja, una propuesta que persigue la abducción y es incompatible con el guasapeo, el vídeo bobo y demás fruslerías. Por mucho que conozcamos el repertorio, es ineludible la aspereza de, por ejemplo, Machine gun, puro krautrock con sirenas apocalípticas a muchos más decibelios de los que contempla la Organización Mundial de la Salud. O la monotonía monacal de Over, despedazada a golpes por una batería brutal y el scratching desquiciado de Geoff Barrow.

Los de Bristol no proponen tanto un concierto como una singladura, una excursión tenebrosa en la que emoción comparte espacio con el espasmo y los mensajes doloridos. De ello se encarga Beth Gibbons, mujer que canta como quien gime: siempre en la franja aguda de su tesitura, siempre en peligro de quedarse sin voz. Gibbons nubla sus ojos, se aferra al micrófono y desarrolla una plegaria conmovedora. La batería duplicada de Silence (qué ironía) o la guitarra rugiente de Mysterons, gentileza de Adrian Utley, sugieren el tipo de viaje intergaláctico que Syd Barrett hubiera aplaudido si en 1994 conservara un atisbo de lucidez. Y cuando no tiene versos con los que arañarnos, Gibbons busca con la mirada el cobijo de los músicos. Parece un animalillo asustadizo que no acierta a comprender cómo le sorprendió la oscuridad tan lejos de casa.

La intensidad es innegociable y no concede respiro, lo que sume a la audiencia en una fabulosa catatonia colectiva, en un trance levítico. Difícil no dejarse envolver por este grupo inclasificable (¿pop electrónico experimental?) en pasajes como The rip, con una preciosa secuencia repetitiva que Steve Reich podría haberles murmurado al oído. O con la íntima Wandering star, único momento en que el septeto se reduce a trío y Beth, sentada frente a Barrow, extrae de su garganta un epílogo bellísimo y sorprendente, con mucho más cuerpo en la voz que en su característico sollozo.

Los hechiceros británicos dieron por finalizada su tenebrosa catarsis a la hora y veinte, justo tras la esplendorosa Roads y la obsesiva We carry on, con Gibbons bajando a saludar a los seguidores de primera fila. Fue un gesto de humildad terrícola para una banda que, en la mejor de sus acepciones, es absolutamente extraterrestre.

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