Contando historias bajo la luna
Caras sonrientes y comodidad en el nuevo Vida Festival en Vilanova i la Geltrú
Con la llegada de los primeros calores florecen los festivales al aire libre. Es una constante que se repite año tras año pero este verano las cosas parecen estar tocando techo como mínimo en el campo del pop-rock. La pregunta es clara: ¿hay sitio para todos? El tiempo lo dirá. Mientras tanto ya se puede ir dando la bienvenida a uno de los recién llegados (que en realidad no lo es): el Vida de Vilanova i la Geltrú. En la noche del viernes el certamen del Garraf demostró que merece encontrar su espacio en el enrevesado panorama festivalero aunque un poco más de tirón popular le vendría muy bien.
Vida recoge la herencia (y, sobre todo, la experiencia) del fallecido Faraday y, a pesar de celebrase en una villa marinera, ha tirado hacia la montaña para encontrar un emplazamiento cómodo y sumamente agradable: los terrenos circundantes a la Masia d'en Cabanyes que el resto del año acoge al Centre d'Interpretació del Romanticisme. Sin duda algo premonitorio porque un cierto aire romántico lo impregnaba todo. Desde el necesario paseo de acceso entre cañaverales y viñedos (de llegada, claro, porque el regreso de madrugada en la total oscuridad ya no era tan agradable) hasta le egregia figura de la masia coronado el paisaje.
Una inmensa explanada con dos escenarios enfrentados configuraba el centro de la oferta. En las cercanías se instalaban un par de escenarios menores, un mercadillo, zonas de picnic y un sinfín de barras sin aglomeraciones. Ciertamente el viernes la palabra aglomeración no estaba en el diccionario del festival: unas cuatro mil personas se movían con total comodidad de un escenario a otro (las actuaciones se iban alternando con puntualidad y sin dejar espacios vacíos), mientras que las zonas adyacentes estaban prácticamente vacías. Hasta la pantalla del In-Edit ya no llegaba nadie y allí las imágenes hablaban y cantaban en soledad.
RUFUS WAINWRIGHT
Masia d'en Cabanyes. Vida Festival.
Vilanova i la Geltrú. 4 de julio.
Comodidad que se reflejaba en la caras sonrientes de un público de marcado corte adolescente. En la entrada un pequeño grupo parecía todavía más feliz mientras recogía su pulsera calabaza: “Tenemos un hortet aquí al lado y el festival ha invitado a todos los vecinos”. En el otro extremo, y por un precio especial, se tenía acceso a una zona wild side de aspecto relajante pero muy alejada del escenario principal. En ese escenario, cuando pasaban pocos minutos de las 23 horas, irrumpió un terremoto llamado Rufus Wainwright. Era el nombre destacado de la jornada y rápidamente lo demostró.
Enmarcado por tres pantallas de vídeo gigantes y solo ante su enorme Stenway negro, el neoyorquino dio una lección de sencillez que se metió al público en el bolsillo de inmediato. Wainwright ha heredado de su padre el arte de contar historias y en Vilanova, a la luz de la tenue luna, desgranó unas cuantas con una intensidad por momentos sobrecogedora.
Utilizó una guitarra acústica para acompañarse en algunos temas más rítmicos pero fue con el piano cuando dio lo mejor de sí mismo. El punto álgido lo alcanzó al acometer el Hallelujah de Leonard Cohen seguida de su I don't know what it is para concluir, sin ningún miedo, cantando a capela.
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