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POP | Bryan Ferry
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Casanova ha vuelto a la ciudad

El que fuera cantante de Roxy Music hurga en las raíces del ‘glam’ e imparte a sus 68 años una lección de clase que casi nadie podría igualar

Bryan Ferry, este jueves en la Riviera.
Bryan Ferry, este jueves en la Riviera. Javier Lizón (EFE)

¿Puede ser un hombre de 68 años más elegante que Bryan Ferry? Lo dudamos mucho, incluso aunque el aludido escogiera para su comparecencia de este jueves en La Riviera una chaqueta oscura de estampados florales con la que al común de los mortales le habrían vetado el acceso a cualquier local decente. Pero el porte del británico (camisa blanca, pajarita desajustada a mitad del primer tema, figura esbelta, canas que le perfilan la cabellera) es difícil de igualar, igual que esa voz serena y profunda de eterno seductor. Su hora y media a orillas del Manzanares se evaporó en un suspiro, entre otras cosas porque, 42 años después del debut de Roxy Music, el de Sunderland puede permitirse un repertorio sin un miligramo de filfa.

Llevaba Ferry cerca de una década sin asomar por la ciudad y hubo unos 1.600 espectadores que no quisieron perderse la cita. Ninguna decepción: el dandi ejerció como ese conquistador refinadísimo que siempre ha sido: sonriendo de medio lado, cimbreando la cintura, con la mirada baja, mientras se agarra al pie del micrófono. Le respaldaban ocho grandes músicos que, con la excepción de su bajista, podrían haber sido compañeros de pupitre de sus hijos. Imposible pasar por alto a la omnipresente saxofonista Jorja Michaels, que gastó sus primeros pañales en 1982 (el mismo año que Avalon y More than this acaparaban las frecuencias moduladas) y toca con ese estilo tosco y chillón, a punto de quebrar la tonalidad, que popularizó Andy Mackay.

Bryan arranca con el primer tema del primer disco de Roxy Music, Re-make/Re-model, y asombra comprobar el carácter aún hoy revolucionario de un tema en el que convivían el rock, el glam y hasta John Cage. El recuerdo de aquellos primeros Roxys reaparecerá generosamente: Ladytron, Virginia Plain, Both ends burning y su armónica incandescente, un In every dream home a heartache fastuoso, que empieza hipnótico para terminar alucinógeno, mientras las dos coristas dibujan remolinos en el aire con sus flecos dorados. Y ese Casanova que Ferry rescata con talante jactancioso, como diciéndonos: aquí estoy yo, queridos, he vuelto a la ciudad.

Curiosamente, la banda parece más desenvuelta con este repertorio, difícil de tararear, que en los momentos de sofisticación de los años ochenta. Kiss & tell pierde la pulcritud casi funk de su producción original y nuestro muy británico anfitrión neutraliza el efecto euforizante de More than this con una lectura a cámara lenta y minimalista en demasía. Pero siempre quedan Slave to love, epítome de la balada más que glamurosa, y el estribillo pluscuamperfecto de Oh, yeah. Cualquiera de las dos podría poner música a una declaración amorosa en riberas más cualificadas que el madrileño antro de las palmeritas.

A Ferry solo le notamos la edad cuando se toma un respiro a mitad de concierto para que sus músicos interpreten Tara, instrumental planeador y sin chicha que nadie recordaría de no ser porque Roxy Music lo incluyó en Avalon como fugaz relleno. Pero incluso ese paréntesis sirve para reparar en detalles como la excelencia del guitarrista danés Jacob Quistgaard, un guaperas que parece el mellizo de Daniel Brühl y se divierte maleando la afinación de las cuerdas.

El regreso, con Take a chance with me, es ya una fiesta intergeneracional. Y no digamos la concatenación de bises, con la lluvia imaginaria de purpurina en Let’s stick together, la voluptuosidad de Editions of you y ese Jealous guy que siempre cantó mejor que Lennon. Con Bryan es fácil sentirse celoso: incluso cerca de los 70, pareció evidente que no había en la sala nadie tan pintón como él.

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