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BLUES | Julián Maeso
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un americano de Toledo

El antiguo teclista de Sunday Drivers canta como un negro y hace aullar su Hammond tal que si el Central nos lo hubieran trasladado a Nueva Orleáns

A las estrecheces propias del escenario del Café Central había que sumarle anoche (aunque, bendiciones veraniegas, la luz se filtró por los ventanales durante medio concierto) un armatoste sustancial y significativo, el órgano Hammond de Julián Maeso. El manchego conserva el inglés con el que se expresaban él y sus antiguos compañeros de Sunday Drivers, y en su caso no hay nada más natural. Por eso recuerda al instante, especialmente, a A.J. Croce (venía al pelo el título de aquel viejo disco, Ese soy yo en el bar), pero también a Ray Lamontagne y, en general, todos cuantos hayan indagado en ese fabuloso magma de blues, country, soul, folk e incluso góspel que The Band agitaron en la coctelera hace ya más de cuatro décadas.

Insisten sus biógrafos en que Maeso vino al mundo en Toledo, pero su apuesta americana es tan sincera, genuina y verosímil que entran ganas de indagar en el árbol genealógico hasta encontrarle alguna conexión con el delta del Misisipi. Incluso su guitarrista, Pere Mallén, exhibe nombre mediterráneo y melena con destellos pelirrojos, como si los genes cosmopolitas quisieran hacer ostentación. Al piano, Julián se convierte en un Billy Joel de mayor calado negroide que en New York state of mind y despliega maestría pasmosa con las paradas en seco, los aullidos lastimeros del teclado y la garganta resquebrajada en pedazos como enseñaba Ray Charles. Nadie que lanzase al ciberespacio infinito la actuación de ayer tendría inconveniente en colocar la chinchetita de Google muy cerca de Nueva Orleáns.

Maeso dispone ya de dos álbumes propios, el extenso y melancólico Dreams are gone y el reciente y más expansivo One way ticket to Saturn, que fue alternando a placer y sin cortapisas comerciales, olvidando incluso acarrear con ejemplares que más de un espectador habría adquirido gustoso. No importa: queda toda la semana para escucharlo y sorprenderse con su pulso versátil. Ahí está la inusual ternura de I’ll have to leave, un blues pausado de amor maternofilial; la cita en mitad de un swing de Don’t worry be happy, esa línea de bajo en Leave it in time que apunta al primerísimo y maravilloso Santana (pero sin bongos, claro) o la pegada salvaje que adopta la banda cuando prescinde por un momento de Paco Cerezo, su bajista. Un gustazo, en cualquiera de las formulaciones.

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