Monumento de azúcar
La obra de Walker sobre la esclavitud es perturbadora y nos recuerda que la cultura está hecha para incomodar
La ciudad de Nueva York se ha visto sacudida por una instalación de la artista afroamericana Kara Walker que habla de esclavitud, raza y gentrificación. En una antigua fábrica de azúcar, un bello edificio abandonado en la orilla del East River de Brooklyn, Walker ha creado una esfinge monumental con rasgos de mujer negra revestida de treinta y cinco toneladas de azúcar blanco refinado.
La escultura, mayúscula, está acompañada de unas pequeñas figuras de chicos negros construidas con melazas que se acercan a la gran dama blanca con algunas ofrendas. Con el tiempo y la humedad, algunas de estas figuras se han ido derritiendo, dejando unas hileras de azúcar moreno que se confunden con manchas de sangre y transmiten una imagen de vulnerabilidad frente a la solidez de la gran esfinge. Ella, con su blancura impostada, ilumina un edificio de paredes ennegrecidas por los restos de melazas acumuladas a lo largo de los dos últimos siglos.
Es una experiencia fuerte. Primero, porque el olor a azúcar, dulce y agrio a la vez, lo impregna todo. Después, por la potencia con la que Walker aborda algunas de las heridas abiertas de la sociedad norteamericana que también hablan al mundo.
La primera impresión es que estamos ante una denuncia de la esclavitud y del coste humano del comercio del azúcar. La trata de esclavos es probablemente el pecado original de los Estados Unidos que todavía hoy sigue impregnando su vida social y política. Esta división ha persistido y dominado la sociedad, desde la Guerra Civil hasta el Tea Party, que no deja de ser una manifestación de la antigua Confederación y tiene un poder desproporcionado en parte derivado del miedo y la rabia de la población blanca del Sur.
La exposición coincide además con la publicación de un informe demoledor que concluye que Nueva York, sin duda una de las ciudades más diversas de todo el país, sigue teniendo unos índices muy elevados de segregación racial. Según este estudio, la mitad de los niños negros y latinos va a escuelas sin apenas blancos. Probablemente por esta mirada larga de la historia Walker optó por la figura de una esfinge. Porque como en Egipto, la segregación es una testigo silenciosa de siglos de historia. A pesar de las profundas transformaciones del país, ella sigue estando ahí. Primera advertencia.
Pero lo más interesante de la instalación de Walker es que no nos ofrece un mensaje único ni unívoco. Como el olor del azúcar, la esfinge es una escultura llena de ambivalencias. Es una mujer blanca pero representa a una mujer negra. Tiene una postura triunfante y es la imagen más oscura de la esclavitud. Por su talla y actitud es monumental, pero por su pañuelo en la cabeza deducimos que es una sirvienta. Es misteriosa pero está desnuda, en una clara referencia a la sexualización del cuerpo negro. Como esfinge, representa la supervivencia a lo largo de la historia pero también la muerte y la destrucción de la trata de esclavos. Ha sido refinada, pero es el espectro de las condiciones laborales con las que se trabajaba en los campos de azúcar. Es atemporal, pero será desmontada en unas semanas, cuando acabe la exposición.
En realidad, todas estas tensiones no son más que las luchas de poder sobre quién escribe la historia del mundo. La mejor metáfora de la obra es el paralelismo que se establece entre el azúcar refinado, que no deja de ser el resultado un proceso artificial, y el deseo de pureza, de inocencia, de dulzura, de ser blanco. Y de tener poder. Walker cuestiona esta imposición de refinamiento y se pregunta qué perdemos todos en el camino.
Luego está la historia del lugar. La escultura se encuentra en la fábrica Sugar Domino, que a finales del siglo XIX producía la mitad de todo el azúcar que se consumía en Estados Unidos. Durante mucho tiempo fue un puerto importante del comercio de esclavos en la ciudad de Nueva York y, con el tiempo y la abolición de la trata, se convirtió en un foco remarcable de actividad industrial en el sector del azúcar.
En el año 2000, fue el sitio de una movilización importante a favor de la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores de la fábrica, hasta que hace apenas una década su producción fue trasladada y el edificio fue definitivamente abandonado. Con la ubicación de la escultura en este lugar, Walker habla también de trabajo y denuncia la sustitución del mundo industrial por un sistema de precarización generalizada y de surgimiento de nuevas formas de esclavitud.
La exposición es un homenaje a todas estas memorias, especialmente pertinente porque, cuando acabe la exposición, el edificio será destruido y en su lugar se construirán pisos de lujo en el marco de la tendencia a la gentrificación que prevalece hoy en las grandes ciudades del mundo. Con su obra, Walker perturba, plantea grandes preguntas de todos los tiempos y nos recuerda que la cultura está hecha para incomodar.
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