La coronación de la reina casquivana
La antigua princesa de Disney tira de provocación, a falta de mejores argumentos musicales, en un Palacio de Deportes con solo media entrada
Llevábamos tanto tiempo oyendo hablar de la reinvención lúbrica de Miley Cyrus, hemos escuchado tan abundantes testimonios sobre sus rozamientos en el suelo pélvico, que corríamos el riesgo de que la realidad, como una cita planeada tras un guasapeo interminable, acabase sabiendo a poco. Porque lo de anoche en el Palacio de los Deportes no era un concierto en sentido estricto del término, sino una cita con la (presunta) nueva abanderada del escándalo, con la mujer llamada a estimular los instintos básicos del ser humano y a elevar el volumen del grito en el cielo del sector más pacato de la población mundial. Así que ayer no se dirimía tanto el vigor musical de la Cyrus como la verosimilitud de sus frotamientos. Incluidos los masturbatorios.
Digámoslo enseguida. Miley se toquetea, sí. Y con fruición generosa, ya sea porque se lo pide el cuerpo o, más plausiblemente, por exigencias del guion. En su afán por aniquilar el recuerdo de la querúbica Hannah Montana (aunque Disney siempre deja entreabierta la puerta a interpretaciones que rezuman humedad), la de Nashville se ha propuesto ejercer como la casquivana mayor del reino. O de la república, para que en este juego nadie se pueda sentir marginado.
Cosa distinta es si compensa desembolsar más de 50 euros en un espectáculo que combina las ristras de globos de mil colores, como en la fiesta de graduación del insti, con una pretendida musa libidinosa que se desliza por un tobogán con forma de lengua o cabalga a lomos de un perrito caliente. La respuesta del público madrileño fue más bien negativa, con media entrada (8.000 espectadores, acaso) en el coliseo de la calle de Goya. O no hay parné, que no lo hay, o no hay tanto candidato potencial a terminar de luna de miel en Las Vegas, el único referente de chabacanería pomposa a la altura de cuanto sucedía ante el ojiplático espectador anoche.
A cada uno se le puede excitar la imaginación, u otras áreas más específicas, con lo que le plazca. Nunca mejor dicho. Pueden ayudar a tal efecto los innumerables modelitos de nuestra dama, que fijan la cintura muchos centímetros más arriba de lo que avalaría cualquier estudio anatómico. O ese contraste perverso entre maniobras manuales explícitas y bailarinas que se balancean con disfraces de peluche. O la voluptuosidad con que la rubia (¿no parece prima hermana de Justin Bieber?) escupe agua a los alborotadísimos integrantes de las primeras filas. ¿Puede conducir un escupitinajo a la excitación? Pues claro, como unos cuantos miles de cosas más.
Y no digamos ya la gigante y superpoblada cama en la que Miley retoza (y calibra determinadas longitudes corporales) con los apolíneos bailarines durante #Getitright. Uno de los escasos momentos musicales, por cierto, verdaderamente divertidos en el concierto.
Y hasta ahí queríamos llegar. Miley puede disponer un husky inflable de 15 metros de altura en Can't be tamed. Invitar a que amantes o amigos se morreen para la pantalla gigante durante Adore you, con un resultado de notable prevalencia lésbica. Cantar sobre el capó de un todoterreno con ocasión de 4x4. Incluso organizar un rodeo vaquero para Do my thang, que para eso es hija del ídolo country Billy Ray Cyrus (no tengan mala conciencia: quizá solo le recuerden como el hombre que popularizó Achy breaky heart… antes de la versión en castellano de, ¡aggg!, Coyote Dax). Pero la pirotecnia no alcanza para sostener un espectáculo de hora y media. Y si Miley aspira a convertirse en la Madonna del siglo XXI, aún necesita que alguien acierte a componerle algo parecido a Material girl o True blue.
Por ahora, solo intenta legitimarse con algunas versiones: muy correcta la de Summertime sadness, de Lana del Rey, e inevitablemente fingida la de Lucy in the sky with diamonds, porque no acabamos de imaginarnos a la antigua Hannah ni en modo beatlemaníaco ni a merced del ácido lisérgico. A diferencia de lo que venía acostumbrando, en Madrid se ahorró a Dylan, The Smiths, Outkast y Coldplay.
No pocas chavalas admirarían anoche el porte descocado de su estrella y aspirarán a ser rebeldes porque el mundo las hizo así. También nos encontramos con familias enteras que aprovechaban para fortalecer los vínculos paternofiliales.“David, lo de hoy está bien, pero este fin de semana tengo que ponerte a Pink Floyd” (sic), aleccionaba a su vástago una de esas madres que no pierden ocasión alguna para ejercer de educadoras.
Pero superada la conmoción decibélica, los estallidos de confeti con forma de dólares, la profusión de plataformas móviles o la lluvia de lencería fina, apenas queda la promesa dudosa de que Madrid es “uno de mis lugares favoritos de todo el mundo” y un ramillete de pop bailable y más prefabricado que resultón. Por no haber, no hubo ikurriña, rojigualda ni tricolor: solo un abanico arcoíris. Y lo de la diva mariliendres, querida Miley, ya nos lo sabíamos.
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