El conflicto, producto en alza
Para la industria del entretenimiento, la confrontación y el populismo son prioritarios aunque dañen la democracia
Ensimismados estamos, lío tras lío, en la loca secuencia del entretenimiento permanente. La sofisticación y el reduccionismo de los trending topics del momento que, presuntamente, hacen historia, definen lo que vivimos. Siempre sensibles a los grandes acontecimientos y a la fantasía, españoles y catalanes nos damos ahora un atracón. Líos, conflictos: la digestión no será fácil. La industria del entretenimiento (vieja argucia social y política para paralizar a la sociedad con el estupor y el miedo) funciona a todo trapo en el intento de diluir el creciente malestar ciudadano.
Independencias inciertas, celebraciones equívocas, corrupción imparable, indignación social explosiva conviven (mal) con la declaración de la renta, partidos de fútbol decisivos, elecciones simbólicas, castigo claro al bipartidismo y dispersión galopante de la izquierda, abstención monumental… Sólo faltaba que un rey Borbón (¡inaudito giro! que avalará, a posteriori, una ley) abdicara de improviso, como en una fotonovela.
Al pasmo y respeto general (ese Rey garantizó la democracia inexistente hace 39 años) ante tal imprevisto todos se retrataron: aduladores y oportunistas para empezar. Entre estos, el president de la Generalitat catalana (que debiera representarnos a todos) dio cuerda al conflicto que patrocina: “no es de nuestra incumbencia (catalana)”, “nosotros a lo nuestro”, “yo a lo mío”. Y mientras los aturdidos medios ponían el foco en el Mundial de fútbol y los millonarios de la pelota soñaban con 720.000 euros más, despertaba una fiebre republicana por todo el país.
La lista de estos productos de la industria del entretenimiento crece. Excesos, equívocos, sobreactuaciones, desproporción y simplificación envenenan el intercambio de la pluralidad de opiniones: ¿quién piensa qué? Chi sa, dicen los italianos. Nuestros listos malpensados son capaces de cualquier pirueta, inconscientes de que sus demostraciones enseñan su desnudez. Pero el entretenimiento non stop tapa vergüenzas.
Se abren paradojas: los extremos se tocan. La extrema derecha española (figura que no existe pero está ahí) había hecho del rey Juan Carlos su enemigo por tolerante y por asumir la soberanía popular (que eso es democracia) coincide ¡vaya! con los republicanos que enarbolan, además, el monopolio de la ortodoxia de la izquierda. Y esa fiebre post abdicación surge cuando los abstencionistas, aquellos cuya actitud política es “yo a lo mío”, coincide con los que, como Jordi Pujol (La Vanguardia 2 de junio 2014) atizan el entretenido encanto del conflicto.
Nada como el conflicto para dejarnos clavados ante la tele y en la vida
Conflicto: hete aquí el valor que, ahora mismo, mueve a la superactiva industria del entretenimiento. Nada como el conflicto para dejarnos clavados ante la tele y en la vida. El conflicto tramposo es droga que piratea la atención: el culto (cultural, social y político) al conflicto necesita crecientes dosis de confrontación inducida para mantener nuestra atención. Un gran conflicto —incluso su conmemoración, como los 70 años del inicio del fin en Europa de la segunda guerra mundial— concierta esas masivas audiencias con las que sueñan los creadores de comunicación y opinión. Y la pluralidad pierde.
El conflicto para la industria del entretenimiento es prioritario, crea opinión, invade el cerebro. Hasta el cine español más digno y diverso lo recoge. ¿En qué se parecen dos películas españolas: Ocho apellidos vascos, de Emilio Martínez-Lázaro, y Hermosa juventud, de Jaime Rosales? Cada una, a su modo, narran conflictos serios: la vigencia del tópico y del estereotipo sobre los pueblos de este país la primera; la miseria laboral y cultural de los jóvenes españoles la segunda. Hay ortodoxia común, pues, ante la vigente exigencia del tema conflicto.
El modo de narrar y sobre todo de resolver o diagnosticar esos conflictos, así como el resultado de ambas películas es diametralmente opuesto. Martínez-Lázaro echa mano del humor para conjurar el conflicto y con ello logra la complicidad del espectador que le ha premiado con una asistencia a su película en verdad histórica. Por el contrario, Rosales desnuda el conflicto de toda retórica, aparece entonces un retrato trágico e insoportable por enfrentarnos a nuestras propias y agudas carencias: la de proyecto de vida y la cultural.
En el primer caso la lección está en que mientras haya humor hay esperanza: es una enseñanza equívoca que prima la banalización del conflicto. El segundo, en cambio, nos da un puñetazo en el estómago: su retrato de los jóvenes españoles hoy acusa también a las generaciones adultas, esta es su lamentable herencia. Y, claro, al público no le gusta tanta sinceridad.
La industria del entretenimiento, de la que hoy forman parte todas las relaciones sociales públicas (y, en casos, privadas) fomenta valores como el conflicto, la confrontación de todos con todos, el populismo, la banalidad y la insensibilidad ante la realidad tal como es. Conflictos tramposos, envenenados, inducidos contra la pluralidad y la convivencia. Mal para la democracia.
Margarita Rivière es periodista
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