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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una bomba de relojería

Las movilizaciones asamblearias, a menudo tan eficaces, contienen también toxinas de corrosión democrática

Jordi Gracia

Cuando Itziar González Virós habla ante la cámara, al ciudadano barcelonés se le remueve sin remedio una parte de la conciencia. Sabe que ha sido intimidada y amenazada (incluso de muerte); sabe que ha sido empujada con métodos mafiosos a las puertas del sistema y sabe que ha emplazado el centro de la actividad política fuera de las instituciones democráticas. El esquema que se deduce, como una lección política o una moraleja, agudiza la inquietud: la honestidad política y la ética de las convicciones sólo pueden vivir extramuros de las instituciones porque en ellas prevalece la sumisión a los intereses económicos.

A escala municipal, la experiencia de Itziar González Virós parece resumir las sensaciones de descrédito y de rabia que un sector importante de la población ha ido alimentando contra el Estado democrático. Ni Ada Colau ni Itziar González ni muchos otros movimientos ciudadanos en marcha en la actualidad —nacidos de la emergencia social y del deber de conciencia— contienen una impugnación formal del sistema democrático. Pero promueven la construcción de una alternativa por desesperación e impaciencia.

La lentitud y permisividad del Estado, la insuficiencia de los controles de calidad democrática, el peso de las presiones invisibles pero reales sabotean el verdadero principio del bien público de la mayoría y no dejan otra opción que un mensaje endemoniado. Al parecer, la actividad política real y solidaria necesita recrearse desde nuevas formas de participación a través de movimientos asamblearios, por agregación, por redes sociales y activismo a demanda. Cuanto el Estado no cubre por impotencia o desidia, intentan cubrirlo esas nuevas formas de activismo socio-político.

En la práctica, el mensaje que encarnan contribuye al deterioro y el descrédito de las instituciones para resolver los problemas más agudos del ciudadano. En lugar de fortalecer esas instituciones y remediar sus deficiencias, en lugar de combatir desde ellas los errores enquistados, va fraguándose lentamente una especie de estructura paralela que vela en proximidad por los intereses de los más desprotegidos, más cerca de la acción directa y de la intervención a pie de calle.

A escala municipal, la experiencia de Itziar González  parece resumir las sensaciones de descrédito y de rabia contra el Estado democrático

No estoy nada seguro de que esa percepción de inutilidad del Estado sea una ruta fiable de futuro, o cuando menos no estoy seguro de que engendre una alternativa consistente. Su recorrido parece asociado a la necesidad de remediar las situaciones desesperadas antes que a la propuesta de soluciones a medio plazo: no son parches, por supuesto, pero son remedios terriblemente frágiles. Nadie pide desactivar su acción asamblearia sino quizá lo mejor que pueden hacer: sacudir por dentro a los partidos para que acepten que tan política es la movilización social como la actividad de partido. El saneamiento de los partidos puede y quizá debe crecer con esa semilla de legitimidad en su interior, como condición o incluso garantía de una combatividad que sentimos desinflada.

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Los partidos clásicos de izquierda han hecho evidentes esfuerzos para aproximar a los líderes —las líderes visibles— de esas movilizaciones hacia ellos. Pueden ser las vitaminas de reconstitución ideológica y aportarles la legitimidad que han ido perdiendo con el ejercicio del poder (PSC) y con el ejercicio de una oposición demasiadas veces testimonial o retórica (IC-V). Y sin embargo, la experiencia de Itziar González Virós en el Ayuntamiento de Barcelona se ha convertido en prueba tácita pero fatal de la inutilidad de la ética de las convicciones en la política municipal. Basta mentar su nombre para que haya un cabeceo generalizado de resignación ante la máquina de triturar carne política que parecen ser los poderes públicos.

Es mala estrategia, o me parece la opción menos convincente precisamente en términos de sistema democrático saneado: el activismo social ni es ni puede ser una profesión. O mejor dicho, la profesión de activista es por fuerza a tiempo parcial. Cuando adquiere una dimensión integral, equivale a actividad política. Y sin embargo, el aroma de esas movilizaciones asamblearias, a menudo tan eficaces, contiene toxinas de corrosión democrática. Suelen sentirse —y percibirse— como los lugares que custodian la auténtica política frente a la deforme, averiada o transgénica política de los partidos. Es una percepción muy común pero también muy dañina. No solo no creo que funcionen como reservas espirituales de una democracia en descomposición sino que, en la práctica, deberían constituir el cimiento regenerador del propio sistema: desde dentro, como una bomba de relojería política.

No hay oportunismo tacticista en que los partidos negocien la integración de esos movimientos sociales. Eso es política democrática en el sentido más pleno y noble de la palabra: los partidos necesitan de esas renovaciones fuertes, pero la sociedad también. Eso es democracia: la negociación entre la movilización social y los partidos como instrumentos que capitalizan la labor política. Tratar a los partidos como rémoras y lastres de una vieja democracia puede ser un modo de minar la credibilidad y la eficiencia del mismo sistema democrático, a día de hoy, todavía, el más fiable, eficiente y solidario que conocemos.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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