La casita color pastel de la calle Salses
El turismo haría un daño inmenso a los núcleos antiguos de los barrios, trastocándolo y llenándolo todo
En la tarde de un día claro, Campoamor huele a verde. Son los naranjos, bien redondos los frutos, plantados entre los plátanos hegemónicos. La calle es peculiar: un paseo de torres espléndidas, algunas previstas para las vacaciones de los barceloneses y otras para vivienda principal, ahora reconvertidas en residencias o clínicas. Horta se anexionó —fue anexionada—a la capital en 1904, a mitad del proceso de crecimiento de una Barcelona tan ambiciosa como prepotente. Cinco años después, en la Semana Trágica, ardió—-fue quemada—la imponente iglesia de Sant Joan, reconstruida en esta misma calle, enorme y rara, con la piel de obra vista y vocación neogótica. Donde estaba el edificio original ahora está el club de tenis, donde jugaba de adolescente el primer ministro francés, Manuel Valls. No he venido a ver la ya famosa casa: he venido a buscar un estado de ánimo.
Justo al lado de Campoamor, en paralelo, está la calle Salses, encantadora, silente, pero con un aire más menestral. Aquí está la casita de verano de la familia Valls: el padre, un pintor post-noucentista, sobrio y delicado, utiliza tonos pastel muy suaves, como si fuera Mondrian, pero un mondrian menos abstracto, y esta combinación entre suavidad, discreción y realidad podría muy bien nutrirse del paisaje histórico de Horta. La calle Salses tiene un aire melancólico. Casitas como la de la familia Valls quedan pocas, algunos tramos de cuatro o cinco juntas, todas iguales; otras sueltas porque han perdido la compañía. Donde había casitas, ahora hay edificios de tres alturas, todos diferentes: es el paso del Plan General Metropolitano, que sanamente está en revisión, por los núcleos antiguos. Por alguna razón, el PGM trabajó con un horizonte de dos millones de habitantes o más para Barcelona y, sobre el mapa, marcó los caminos de crecimiento de la ciudad y tuvo la precaución de señalar zonas verdes y equipamientos. Cada parcela tiene su etiqueta. En las calles estrechas, como Salses, fijó la altura máxima, para que la ciudad creciera hacia arriba. Y por eso hoy encontramos edificios nuevos comiéndole el sitio a las casitas de verano, en Salses y en todas partes.
Compruebo el Catálogo de Patrimonio, lo tengo en casa. Es la primera protección sistemática que se hizo sobre las piezas urbanas, un hito de la democracia municipal, cuando todavía estaban frescas las pancartas que trataban de defender joyas modernistas amenazadas. La calle Salses ni se menciona. El catálogo es un mamotreto de centenares de fichas, que no lleva fecha de edición, pero fue presentado en tiempos de Pasqual Maragall. Repito: como un logro de la democracia y la sensatez. La segunda respuesta, la actual, que me facilita el distrito, marca la evolución de la ciudad y la sensibilidad: Salses, como Campoamor, como Chapí, tiene un grado suficiente de protección, tanto los conjuntos de casitas históricas, como las piezas individuales de gran calidad. En una palabra, no pueden derribarse para construir las tres plantas que pretendía el PGM, porque en todo este tiempo hemos aprendido que los núcleos históricos de los barrios son un tesoro.
Horta es un barrio bifronte. La plaza Eivissa está en obras —esta plaga que se abate sobre Barcelona como los pájaros de Hichtcock—y es rótula entre dos épocas. Hacia la calle de Horta, la historia, con su textura y su silencio; hacia abajo, el barrio nuevo, comercial, dinámico, pero estéticamente pobre. Algo nos dice esta dicotomía. Quizás la respuesta sea el bar Quimet, en la parte de arriba, justo donde la plaza se estrecha y acaba: ahí está, aguantando firme desde tiempo inmemorial. Resisto la tentación de entrar, porque quiero caminar por Campoamor y Salses, pero no puedo evitar pensar que el turismo haría un daño inmenso a estos núcleos antiguos, trastocándolo todo, llenándolo todo, y en cambio cada distrito de Barcelona está pensando estrategias para atraer turistas, no el viajero despistado que investiga por su cuenta, sino la manada llevada por un guía: aquí las bugaderas, diría, aquí el primer ministro. Me hace gracia topar con la masia de Can Mariné, su reloj de sol, sus ventanas góticas, porque los vecinos la reivindicaron durante años y el Ayuntamiento que no, que no, que no se puede, que comprarlo todo no es plan: ahora es una bellísima biblioteca, porque sí se puede.
Paso por delante de casa de los Valls, adivino la eixida —nunca un jardín, nunca el césped sino la grava o la tierra pelada—, sigo mi camino. Las discutidas primarias del PSC han puesto sobre la mesa el calendario electoral. Creo que ganará las elecciones quien rehuya los tópicos y las consignas y los mensajes elaborados por las maquinarias trituradoras de los partidos (¿verdad, amigo Jordi Martí?) y sea capaz de imaginar, de soñar, un relato para Barcelona. Un relato de futuro que no olvide la casita color pastel de la calle Salses.
Patricia Gabancho es escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.