Una ciudad sin pasado
En la lucha entre el interés público y el beneficio privado, la balanza municipal se ha inclinado siempre del lado de este último
El Ayuntamiento de Alicante acaba de aprobar el Plan Especial que contempla el soterramiento de las vías de Renfe. Es un plan ambicioso, uno de esos planes capaces por sí solos de cambiar el aspecto de una ciudad. Otra cuestión es si llegaremos a verlo acabado algún día. Yo prefiero ser optimista y pensar que será así. A lo que no me atrevería, sin embargo, es a dar una fecha precisa; ni siquiera vaga. Hace más de diez años que los alicantinos oímos hablar del soterramiento y no me extrañaría que transcurrieran otros tantos antes de ver la obra acabada. El plan es muy caro, y deberá costearse con las plusvalías que produzcan los terrenos, una vez retiradas las vías del ferrocarril. Confiar la ejecución del plan a las plusvalías tiene algo de cuento de la lechera. Quiero decir que estas operaciones resultan complicadas de materializar, como lo son casi todas en las que el urbanismo anda por en medio.
La aprobación del Plan supone la desaparición del puente rojo de la Gran Vía, un asunto sobre el que los alicantinos discuten con intensidad desde hace tiempo, sin ponerse de acuerdo. ¿Debemos mantener el puente rojo o, una vez que desaparezca su función, lo suprimimos? Para los vecinos de la zona, el puente es una molestia que convendría eliminar tan pronto fuera posible. Otras personas, por el contrario, lo consideran un hito del paisaje urbano y esgrimen esta razón para conservarlo. Hace algún tiempo, leí en el diario Información un artículo del ingeniero José Ramón Navarro sobre el asunto. Navarro venía a decir —con argumentos convincentes— que no podía afirmarse que el puente rojo fuera una obra afortunada, desde un punto de vista estético. Es un juicio con el que no resulta difícil estar de acuerdo.
Meses atrás, la remodelación de la plaza del doctor Balmis provocó una discusión semejante en la ciudad. Numerosos alicantinos lamentaron que se demoliera la antigua decoración de la plaza: un pastiche gaudiano de finales del siglo pasado, sin ninguna cualidad particular. Claro está que no era el valor arquitectónico de la obra lo que defendían esas personas, sino una imagen de la ciudad. "Será una imagen pobre, pero es la nuestra", venían a decir estas personas. Alicante construyó sus mejores espacios públicos en el XIX y, en los últimos cincuenta años, se ha dedicado a destruirlos. La ciudad es hoy un espacio urbano sin historia ante el que el alicantino con alguna sensibilidad no sabe cómo situarse. Para entender lo que ha sucedido, debemos acudir al libro que acaba de publicar Sergio García Doménech, profesor de Urbanística en la Universidad.
"Reflexiones urbanas sobre el espacio público de Alicante" está formado por una serie de artículos en los que el autor analiza y reflexiona sobre diferentes aspectos de la ciudad. La mirada experta de García Doménech recorre con detenimiento las calles de Alicante, sus plazas, sus paseos, se detiene ante las esculturas públicas, examina el puerto. De todo ello, el autor extrae una inquietante nota común: la mayor parte de las intervenciones urbanas realizadas han ido en detrimento de la población. A la hora de acometerlas ha dominado, por lo general, un sentido práctico, inmediato, que ha tratado de solucionar el problema sin tener en cuenta el conjunto de la ciudad. En la lucha —inevitable— entre el interés público y el beneficio privado, la balanza municipal se ha inclinado siempre del lado de este último. En estas condiciones se ha construido la ciudad.
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