Cuando el cuerpo deviene materia informe
La escuálida representación deja muchas preguntas en el aire, en la teoría y en la práctica, sobre la escena y fuera de ella
El patio acristalado de La Casa Encendida acogió hasta ayer esta penúltima manifestación del ciclo Intermitencias del asombro, paralelo a la exposición sobre Loïe Fuller, y dejando en el aire, además de un sopor desconcertante, el enigma de cómo se relaciona lo visto con alguna herencia, algún hilo a los propósitos que se enuncian alrededor de esa gran figura fundacional de la danza moderna y que es objeto de la muestra matriz. Precisamente Fuller era toda sorpresa siempre, lucha personal, innovación escénica, gesto que no dejaba indiferente a nadie. La molicie de ahora abre un foso, interrumpe cualquier vaso comunicante, y aunque esto fuera intencional, cabe preguntarse otra vez, a qué se juega, qué se pretende, a quién se dirige el experimento, a todas luces, costoso.
En al menos dos ocasiones a lo largo de la pieza, Charlotte Vanden Eynde (Bélgica, 1975) mira retadoramente al público (que no sobrepasaba la treintena de personas incluyendo a algunos de la propia casa), dejando claro que no está dentro de su espectro de intereses acercarse a quienes la ven, hacerse comprender, tener un generoso gesto de humildad, aún fuera de cualquier didactismo.
Con un físico aparentemente preparado para la danza (su musculación armoniosa, la prestación del salto y del giro), Vanden Eynde se muestra implacable (como el teléfono celular que obstinado sonó) en su déjà vu desmayado y que quiere ser hipnótico.
SHAPELESS
Coreografía, danza, música y mezcla sonora: Charlotte Vanden Eynde; acompañamiento artístico: Nada Gambier; iluminación y asistencia técnica: Bert Vermeulen y Elke Verachtert; vestuario: Juliette Bogers. La Casa Encendida. 22 de marzo
El efecto principal de hastío se da cuando a los 15 minutos de performance ya parece que han pasado los 50 que dura la propuesta, siempre a través de unas secuencias fraccionadas de salto y espera en un deambular que suena a desorientación; la flexión discontinua y la aleatoriedad del material coréutico afectan cualquier progresión, lo dejan todo en una tierra de nadie donde el ritmo es atomizado con alevosía: se elude la ascensión, se aborta la conclusión del fraseo. Si esto es parte de un estilo, el resultado es fallido: aburre a las ovejas, deja indiferente.
Hay un texto en francés, pero no se ofrece traducción alguna; también se usan unos destellos de luz estroboscópica sin el previo y preceptivo aviso. La luz, que es junto a la banda sonora lo que en realidad sostiene la velada, quiere jugar un efecto danzado provocando oscuros o volúmenes de asilamiento dramáticos. Esa ausencia de humor reduce las posibilidades de comunicación, porque una cosa muy distinta es mantenerse apegado a la estela estética del posminimalismo y otra la pobreza conceptual y plástica. No se trata tampoco de una representación expresa del desánimo sino de una relajación formal que suena a camelo o pasotismo.
La otra zona de exploración es la banda sonora, que se hace potente o rumorosa según que partes. Hay hacia el final un momento de álgida lírica, la superposición de un cantante donde la voz masculina se solapa con un abigarrado fragmento orquestal de cuerdas repetitivas que de lejos recuerdan la pasta sonora de Adams o Pärt; nada sobre la procedencia o créditos de esos materiales están reseñados en la ficha técnica.
El título de la obra (que puede traducirse como informe o falto de definición, de forma) se ajusta como un guante a su resultado; la escuálida representación deja muchas preguntas en el aire, tanto en la teoría como en la práctica, tanto sobre la escena como fuera de ella.
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