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CANCIÓN | BILL CALLAHAN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ceremonia de la introspección

El desolado trovador de Maryland paraliza a la audiencia con un concierto parsimonioso, difícil y fascinante, sin concesiones melódicas

Hay algo de ceremonioso en todo cuanto rodea a un concierto de Bill Callahan: la queda música de sala, la forma de atenuarse las luces, la disposición de los músicos en el escenario (sentados y en línea recta frente al espectador). Callahan es el único que permanece de pie, aunque tan estático como sus tres socios, reducida su acción al indispensable movimiento de manos y brazos para ejecutar los pocos acordes que brotarán de su guitarra. Permanecen los cuatro tan absortos que se les diría ajenos a cuanto suceda en el planeta, y esa sensación de tiempo detenido es la que intentarán que prenda en un patio de butacas ensimismado como no alcanza la memoria a recordar. Y así, durante casi dos horas en las que solo hubo tiempo de escuchar trece canciones. En efecto: las prisas estaban por una vez prohibidas.

No, Callahan no figura entre los artistas de escucha cómoda sobre las tablas. Su repertorio es denso, reiterativo, desolador. A kilómetros de distancia de cualquier patrón melódico que pueda inducir al tarareo. Al oyente se le demanda receptividad y apertura de miras, una concentración que solo es posible en las butacas de un teatro como el Nuevo Apolo. El espectador debe dejar que fluyan los humores por el desagüe y confiar, desnuda la mente, en que el hechizo prenda. En ocasiones sucede. Y quienes no lograran ajustarse anoche a la longitud de onda adecuada deben evitar cualquier sentimiento de culpabilidad: todos tenemos días y días.

La austeridad expresiva del trovador de Maryland es directamente proporcional al magnetismo de su música. Emite una voz tan profunda como solo podría acreditar Kurt Wagner, de Lambchop, aunque el timbre también recuerda al añorado Kevin Ayers. Las notas más graves son aquellas que aprovecha para recrearse en su reverberación. La percusión abarca desde las escobillas (unas baquetas parecerían aquí un arma blanca) a los golpes del batería sobre sus propios muslos. Y la construcción armónica de los temas rara vez supera los tres acordes. America! solo alcanza dos, sin ir más lejos, pero le bastan para convertirse durante diez minutos largos en la pieza más dinámica de la noche. Fascinante en la mezcla de un ritmo casi marcial con paréntesis de blues, fraseos oníricos (el sueño, con Callahan, a menudo es sinónimo de pesadilla) y cierta catarsis guitarrística.

El desasosiego, las distorsiones y la incertidumbre son elementos recurrentes incluso en ‘One fine morning’, que parece apelar, engañosamente, a ese ‘soul luminoso’ y jazzístico que definió Van Morrison en Astral weeks. Aquella luz torna aquí en expresionismo impredecible. Incluso el único original con hechuras más o menos clásicas, Dress sexy at my funeral, combate esa concesión con una letra vitriólica (“ponte guapa en mi funeral… por una vez en tu vida”). Sonó casi todo el bello Dream river, mejor disco de 2013 para la revista británica Mojo, y Callahan se marchó con un saludo ínfimo, tan sigiloso como durante sus 115 minutos de sortilegio. La ceremonia de la introspección llevada hasta las últimas consecuencias.

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