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Crónica
Texto informativo con interpretación

“Quejarse abajo”

La voz del cantaor Anillo es normal: ni alta, ni desgarrada ni con muchos registros

El cantaor Anillo, de apariencia insólita en un flamenco, con su pendiente y su fular y su jersey.
El cantaor Anillo, de apariencia insólita en un flamenco, con su pendiente y su fular y su jersey. albert garcia

1. Tal día como hoy hace ahora diez años se cayó de la estantería un pergamino enrollado, el grabado que me regaló Víctor Mira, que llevaba tiempo allá arriba acumulando polvo porque me negaba a enmarcarlo y colgarlo. En esas sonó el teléfono y me dijeron que Mira acababa de fallecer en Alemania, donde vivía. Miré con renovado horror el dibujo que representa la mascarilla mortuoria de Beethoven, músico que él apreciaba mucho, en cuya frente había trazado una cruz, por cierto signo distintivo de su obra, como de la de otros pintores. Ahora esa mascarilla pareció una despedida desde el ultramundo lacónica y displicente: “¿No te lo dije?”. Según la policía alemana, aquella noche ardió en llamas su taller, y el maquinista del tren vio demasiado tarde “a un hombre de rodillas en la vía y con los brazos en cruz”. De esta forma se despidió quien se representaba gráficamente como reo de campo de concentración, como mendigo famélico, como lobo en el cuento de Caperucita, como “el quinto perro de Aragón”, como heredero del Goya negro, un artista con un sentido de la vida dolorido y trágico que siempre, o al menos las veces que hablé con él —presentamos su libro Trepitjant les flors en la galería de Carles Poy y así descubrí sus Bachcantatas y sus estilitas, la intensidad brutal de sus colores y sus figuras expresionistas, su valor para combinar la abstracción y la figuración, en fin, su desgarro y radicalidad—, parecía insomne —En España no se puede dormirse titula un libro suyo—, los nervios tensos como cables.

Ayer al mediodía, al acabar la ronda de las exposiciones que con motivo de este décimo aniversario le dedican las galerías Ignacio de Lassaletta, Eude y N2 —en la primera, óleos, en la segunda, grabados, en la tercera dibujos, todo, si no me equivoco, de la década de los ochenta y todo vivo y fuerte— telefoneé a Miguel Marcos, que fue durante quince años su representante legal y ahora se encuentra en Zaragoza preparándose para ARCO.

—Mira era mucho Mira -dice Miguel. -Ya sabes, tenía una inteligencia fuera de lo normal, era un buen escritor, un buen pintor y por cierto también un excelente actor: tenía esos modelos de intervención en la plaza pública que fueron Dalí, Warhol y Beuys, sobre los que escribió Los dos hijos más listos de Salvador Dalí, y de esos ejemplos salen los carteles y anuncios que él insertaba en la prensa… Del panorama nacional prácticamente ha desaparecido; de todas maneras nunca alcanzó aquí la aceptación ni el interés que encontró en Centroeuropa…

2. Al anochecer me acerqué a El Dorado, adonde no iba desde hace un par de años. Allí encontré las complicidades de siempre y las expectativas gratas de todas las veladas flamencas; saludé al político y buen aficionado Carles Martí y al arquitecto Pedro Barragán, que son los responsables en buena parte de la existencia de esta sociedad con siete años de vida ya. Daba un concierto José Anillo. Anillo, de apariencia insólita en un flamenco, con su pendiente y su fular y su jersey, tiene 35 años y como casi todos los cantaores se gana la vida acompañando cuerpos de baile, de manera que agradece mucho las posibilidades como la de anoche de presentarse a solas; mejor dicho, respaldado —¡y cómo!— por el guitarrista Rafael Rodríguez; éste ha hecho su carrera en los tablaos de Sevilla y el reconocimiento le ha llegado ya de maduro, pero ahora le llaman de todas partes. Un virtuoso. De Anillo, que no defraudó a nadie, me gustaba especialmente que su voz es lo que se dice una voz normal: ni desgarrada ni alta ni virguera ni especialmente potente ni con muchos registros, no, una voz normal pero agradable y desde luego musicalmente muy competente. Tras el bis y la ovación le digo a Pedro:

—Nos lo hemos pasado muy bien, pero encuentro que en los palos serios se queja demasiado.

—Ah, eso es precisamente lo que me gusta a mí -responde—. Que cuando baja a los graves pelea y lo busca y lo lucha. Es lo que llaman “Quejarse abajo”. En la malagueña de Mellizo, por ejemplo, cuando parece que ya está acabando todavía sigue, y sigue, y siempre al compás, sin perderse.

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—Sí, bueno, Pedro, me parecía más en su salsa con los cantes alegres, más desenvuelto con las bulerías y alegrías.

Las bulerías y las alegrías, me respondió mientras nos íbamos ya, si no mantienes con soltura el ritmo, pueden ser también un calvario.

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