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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desdemocratización

Josep Maria Vallès

Es un vocablo malsonante para designar una realidad amenazadora. Describe el retroceso democrático que puede afectar a los sistemas políticos. Lo usó el historiador y politólogo Charles Tilly (Democracy, 2007) cuando advirtió que la democracia no es una situación estática. Es un fenómeno dinámico que avanza o retrocede, pero que no tiene momentos estacionarios o de punto muerto. Es una perspectiva iluminadora para examinar sin complacencia nuestra actualidad política.

A más de treinta años de la transición y en plena crisis constitucional, es tentador suscribir la opinión de que ni la transición fue modélica, ni el régimen que produjo constituyó una democracia efectiva. Con todo, desde una perspectiva como la que Tilly recomendaba cuesta negar avances claros en línea democratizadora: basta comparar su resultado con el punto de partida, el franquismo. Lo conseguido entonces nunca pudo ser plenamente satisfactorio porque el ideal democrático será siempre inasequible en sociedades donde persistan desigualdades básicas. Pero se movió hacia adelante.

Esta misma perspectiva dinámica permite afirmar que nuestro sistema político atraviesa una fase de desdemocratización. Presenta indicios de retroceso en dimensiones centrales del proyecto democrático. Sería inadecuado asignar a nuestro sistema la etiqueta de autoritario o dictatorial. Porque clasificaciones de este tipo sugieren una secuencia de “fotos fijas” que no corresponden a una realidad en movimiento constante. Lo importante es juzgar la dirección de tal movimiento en relación al horizonte democrático ideal. Y entiendo que se dan ahora elementos suficientes para identificar un claro reflujo democrático. Se inició hace unos años y se ha acelerado desde que la crisis social y económica provocada por un exacerbado capitalismo financiero que no solo ha llevado a la ruina de estructuras productivas del ámbito económico, sino que ha conducido al desgaste de su entramado social y a la corrosión de su arquitectura política. Esta corrosión afecta a las cuatro columnas que sostienen un sistema democrático de calidad.

Asistimos a un claro reflujo democrático que se inició hace unos años y ahora se acelera por la crisis social y económica

La columna liberal se corresponde con el reconocimiento y protección de derechos y libertades civiles, procurando el indispensable equilibrio entre libertad y seguridad reclamado por la convivencia social. En este momento, la balanza se inclina peligrosamente en favor de una versión raquítica de la seguridad, tanto en lo normativo —véanse las reformas penales o el amenazador proyecto ley de seguridad— como en actitudes y opiniones —obsérvese el obsceno griterío político y mediático en torno a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la insostenible "doctrina Parot".

La columna integrada por las instituciones de mediación y representación está también profundamente deteriorada. Porque no son ni bastante inclusivas ni razonablemente eficientes. Es manifiesta la obsolescencia y la disfuncionalidad de los mecanismos de intermediación, de comunicación y de participación, lo que deslegitima muchas decisiones políticas. Con excesiva frecuencia, la acción de los partidos, el ritual de los parlamentos o la intervención mediática impiden la calidad democrática en lugar de favorecerla.

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La columna integrada por las instituciones de mediación y representación está también profundamente deteriorada

Gravísimamente dañada está la dimensión social del sistema. Las políticas neoliberales agudizan desde hace años la desigualdad económica con efectos altamente destructivos para el compromiso cívico de amplios sectores de la población. ¿Cómo exigir tal compromiso a parados de larga duración sin subsidio, a trabajadores precarios sin protección laboral, a jubilados con pensiones menguantes o inciertas? Organismos internacionales de lo más ortodoxo señalan lo pernicioso de la desigualdad, no solo para el crecimiento económico, sino para la estabilidad de la democracia.

Y, finalmente, en la dimensión de integración nacional se hace patente la dificultad —si no la imposibilidad— de construir una identidad colectiva suficientemente atractiva o al menos no impugnada por un sector no desdeñable de la ciudadanía. Una sociedad agriamente dividida en sus lealtades simbólicas y nacionales ofrece perspectivas poco favorables para el tratamiento democrático de sus diferencias.

Todo ello permite afirmar que no solo se ha detenido el relativo progreso democrático iniciado hace casi cuatro décadas, sino que se perfila una manifiesta involución, con abandono de conquistas democráticas trabajosamente conseguidas. Para el demócrata militante, esta visión evolutiva exige una actitud vigilante porque el mayor riesgo de un sistema democrático reside en no captar a tiempo los avisos de que la marea ha cambiado de signo y de que el territorio siempre inseguro de la democracia está siendo invadido por una creciente corriente autoritaria que puede confinarlo a reductos mínimos o sumergirlo totalmente. Se dijo hace tiempo que lo más peligroso para la democracia no viene de los ataques de sus enemigos declarados, sino de la pasividad de sus partidarios. Esta pasividad procede a menudo de la insensibilidad para valorar las amenazas que la acosan. Se impone, pues, recuperar la iniciativa e invertir la tendencia. En la historia de los pueblos —ha afirmado una historiadora— hay pocos hechos inevitables. Es una afirmación que se convierte hoy en un potente acicate y que al mismo tiempo nos encomienda una exigente responsabilidad.

Josep M. Vallès es profesor emérito de ciencia política (UAB).

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