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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El jeroglífico europeo

El auge de la extrema derecha y, sobre todo, la hegemonía de la cultura economicista están creando formas sociales autoritarias

Pronto habrá que mojarse con lo de Europa. Las elecciones al Parlamento Europeo llamarán a escoger nuestros representantes. ¿Lo imaginan? Vamos a estar obligados a decidir sobre lo que ignoramos. ¿Quién (salvo el desprejuiciado Oriol Junqueras en 8Tv) puede alardear de conocer bien el jeroglífico europeo? ¿Nos interesa Europa y por qué? Y, sobre todo, ¿qué dicen los jóvenes?

Hubo un tiempo, en el franquismo, que Europa se percibía como la garantía de las libertades democráticas: eso es lo que fue para España y muchos españoles. La comunidad europea tenía un gran valor: ser garantía de paz y democracia tras cientos de años de guerras absurdas. Estos pacíficos europeos habían logrado un pacto social plasmado en el Estado de bienestar al que aspirábamos. El modelo europeo estaba claro y visto desde fuera no parecía haber nada mejor por mucho que un puñado de críticos advirtiera premonitoriamente sobre “la Europa de los mercaderes”.

Hubo un tiempo, en el franquismo, que Europa se percibía como la garantía de las libertades democráticas

Nada es perfecto, desde luego, tampoco la Europa que nos acogió una noche memorable, a la que asistí junto con unos 20 colegas periodistas, cuando Andreotti (¿lo recuerdan? su habilidad jugó a favor nuestro) leyó, ante el ministro Fernando Morán y Manuel Marín el acuerdo total final de negociaciones infinitas. Esa noche en Bruselas dejamos constancia de quienes éramos los españoles cuando un conocido periodista de Madrid comenzó a cantar Asturias, patria querida, y casi todos los demás le siguieron: una tarjeta de presentación berlanguiana, claro.

Europa fue un lugar donde se aprendía mucho y rápidamente, con gente magnífica como el economista Paolo Ceccini, que dedicó dos o tres años a calcular El coste de la no Europa (1988), título de su libro que marcó época; la ampliación (hoy 28 países) estaba lejos. Hubo que aprender, por ejemplo, qué partidos, coaligados en España, como CiU, pertenecían a grupos diferentes en el Europarlamento (Unió al Popular y Convergència al Liberal), un detalle de cierta importancia, con otros como la diversidad de matices políticos que allí se juntan. La Europa política es radicalmente plural, pero es imposible ignorar la capacidad de decisión de los dos grandes: el Popular y el Socialista que ahora elegirán al presidente de la Comisión. La identidad europea (otro aprendizaje), algo difícil de percibir en el continente, comienza a sentirse desde cualquier otro lugar del mundo. La UE ha sido un activo que ha permitido a España (hasta 2008), no solo un nivel de renta decente, sino adquirir unos derechos sociales sin precedentes. Y los españoles, especialmente los catalanes, lo sabemos perfectamente.

En cambio, la Europa de hoy es otra cosa, algunos no la reconocemos. En un libro muy reciente (Le viol d’Europe. Enquète sur la disparition d’une idée, Presses Universitaires de France 2013) el economista Robert Salais enuncia así lo que es, sin duda, la paradoja europea ante la que vamos a tener que tomar posición con el voto: “Si el mercado (común) lanza la creación de la Comunidad europea, también firma la desaparición de la idea de Europa. Por tanto, cuanto más profundice la construcción europea en la vía del mercado y deje de lado a los pueblos y la democracia, tanto más —aun invocando la idea de Europa— afianzará las condiciones que hagan imposible su realización”.

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¿Qué sucede hoy con aquella idea magnífica de colaboración y solidaridad? Sintetizando el jeroglífico que implican estas cosas: hemos visto en la última década cómo, pacientemente, se ha ido construyendo (¿solo desde Alemania?) la idea de las dos Europas: el diligente norte y el perezoso sur. Hemos visto cómo hasta el comisario Almunia reconocía hace poco haber sido “un ingenuo” (¡a estas alturas!) ante el cartel organizado por los bancos más influyentes. ¿Qué sucede con la energía, la alimentación y tantos asuntos estratégicos en Europa? Nuestra información es pésima: los eurodiputados españoles apenas han informado de nada, su descrédito es también el de Europa.

Cualquiera percibe que Europa ya no es lo que fue y que una secuela europea del Tea Party ha trabajado (al menos desde la Guerra de Irak) a fondo para crear una cultura que ataca los puntos fuertes del modelo europeo: el Estado de bienestar y la colaboración entre países. En un libro memorable (Misa negra, 2007) el politólogo británico John Gray sitúa al nacionalismo autoritario practicado por Franco entre las influencias importantes en las dinámicas de los primeros neocon.

Sin compartir tal hipótesis parece evidente que el retroceso de la democracia en Europa, el nuevo auge de la extrema derecha y, sobre todo, la hegemonía política de la cultura economicista y de culto al beneficio, crean formas sociales autoritarias inconcebibles hace 15 años. Las protestas sociales hablan por sí mismas. El jeroglífico europeo, la democracia y la equidad, depende ahora del voto. Nos jugamos demasiado para callar. Ah. ¡Y mucho cuidado con la insidiosa, omnipresente, propaganda!

Margarita Rivière es periodista.

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