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folk | the waterboys
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fabulosa gasolina ancestral

Mike Scott reivindica su colosal producción en torno a 'Fisherman’s blues' (1988), el disco con el que se atrevió a que lo celta primara sobre el rock

Un momento del concierto de The Waterboys en La Riviera.
Un momento del concierto de The Waterboys en La Riviera. kike para

A la nómina de completistas esforzados, los de Dylan o King Crimson, tendremos que ir sumando a los más conspicuos seguidores de The Waterboys. Mike Scott desembarcó —nunca mejor dicho— en La Riviera con la manifiesta intención de acreditar su papel sustantivo en la música popular de los últimos 30 años.

Lo tiene, sin duda, aunque no hayan faltado algunos de esos bandazos con los que los genios acostumbran a delatar su condición humana. Centrándose en torno a Fisherman's blues (1988), el margen de error es mínimo, pero se precisa minuciosidad cirterciense para meterle mano a esa edición ampliada de ¡seis! cedés de la que Scott presumió anoche ante 2.000 fieles seguramente no tan enciclopédicos.

El escocés apenas abrió la boca, pero se mostró ufano y demoledor. “Tengo 54 años. A los 27 me enfrenté al purgatorio de los ochenta, esa década de sintetizadores en la que hube de reinventarme para huir de tanta basura. Concebí una banda que sonara y sintiera como Hank Williams en 1951”.

Scott le echó bemoles, pero no inventó nada. Las bases ya las habían sentado los hombres a los que recreó ayer: el propio Williams (I'm so lonesome I could cry), el Dylan más campestre (Girl from the north country) y, sobre todo, aquel Van Morrison (Sweet thing) que prendía la fabulosa gasolina de los ancestros.

Mucho de lo que Mike tocó anoche encajaría en el mismo celtic soul que también reivindicaran Dexys Midnight Runners.Ataviado con americana y sombrero, como buen forajido que extiende la tapa de la guitarra en lo ancho de la calle, nuestro hombre mostró su perfil más acústico gracias a dos escoltas soberbios, el violinista irlandés Steve Wickham y el insólito Anthony Thistlethwaite, que alterna saxo y mandolina.

Hubo más rarezas que concesiones, pero el rango dinámico de estos hombres, del clímax al susurro, solo admite comparación con el propio Morrison o Glen Hansard, el mejor heredero de toda esta tropa de trovadores celtoides.

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