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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Quién controla a los controladores?

Causa perplejidad que cualquier crítica a alguna actuación de los Mossos se perciba como un ataque al autogobierno

Marc Carrillo

La Constitución establece que la función de la policía es “proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana” (art. 104), y que la justicia se administra por jueces y magistrados, que han de ser “independientes (…) y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Fuerzas de seguridad y jueces forman parte de los dos poderes del Estado encargados de ejecutar la ley del Parlamento y de juzgar sobre su cumplimiento. En el ejercicio de ambas funciones están en juego las libertades y la calidad del sistema democrático. Un sistema en el que el equilibrio de la división de poderes impide la existencia de todo poder absoluto: ningún ámbito del poder público puede pretender actuar a extramuros de la Constitución y la ley.

Sobre la relación entre policía, justicia y control democrático, el magistrado Carlos González Zorrilla plantea en un reciente libro, con el título ¿Quién controla a los controladores?, la sujeción a la ley de policías y jueces, en el ejercicio de sus atribuciones constitucionales. Se trata de una cuestión esencial para calibrar la fortaleza de la forma democrática de gobierno. Pero de su análisis no surgen conclusiones especialmente plausibles. Empezando por la policía: es evidente que en su actuación de prevención y persecución del delito no puede actuar de forma autónoma, al margen de la ley y del preceptivo control judicial. No es un compartimento estanco, desvinculado de la sociedad a la que sirve. Sin embargo, el autor señala la distancia existente entre las prescripciones legales que disciplinan la actividad policial y los mecanismos cotidianos de actuación de las llamadas fuerzas del orden, que en muchos sentidos se apartan del modelo liberal clásico y de los mandatos constitucionales y legales que establecen el alcance y los límites de su actuación.

Para ilustrar esta circunstancia se acoge a los informes sobre España de Amnistía Internacional, en los que se denuncian los inadmisibles indultos a policías condenados por delito de torturas (Mossos). Y también al estudio empírico realizado por la Open Society Justice Iniciative, que recibió el apoyo de la Dirección General de Justicia, Libertad y Seguridad de la Comisión Europea. En dicha iniciativa participaron policías de varios países y en el ámbito español contó con el concurso, entres otras, de la Policía de la Generalitat-Mossos d'Esquadra, la Policía Municipal de Girona, el Instituto de Seguridad Pública de Cataluña o de la Academia de Policía de Madrid.

Del análisis de los poderes de la policía referidos a la identificación, cacheo y detención, los informes de la prueba piloto realizada ponen de relieve irregularidades como las siguientes: que en relación a la identificación, los protocolos internos permiten una discreción individual de los agentes de la policía y no se exige justificación alguna de la intervención policial; poca supervisión o vigilancia sobre el modo en el que los agentes ejercen su potestad para identificar y registrar a los ciudadanos en la vía pública; porcentaje muy alto de identificaciones que recaen sobre minorías étnicas, etcétera.

Y a todo ello, la constatación de la resistencia entre los Mossos a aceptar la realización de la prueba, que fue percibida por algunos agentes como un ataque a su integridad y profesionalidad. Una reacción ésta de orden corporativo, similar a la que hace un tiempo se produjo ante el intento de crear un Comité de Ética sobre buenas prácticas policiales, cuyo principal beneficiario había de ser la ciudadanía y los propios Mossos, una parte importante de cuyos miembros actúan con la ética profesional de una policía democrática. Por ello causa perplejidad que cualquier análisis crítico sobre alguna de sus actuaciones sea percibido —en una lógica claramente predemocrática— como un ataque al autogobierno.

Siguiendo con el Poder Judicial: como es bien sabido, es único para todo el Estado y sus luces y sus sombras se proyectan sobre la libertad y el patrimonio de todos los ciudadanos, cuyos derechos tiene el encargo de garantizar. Pues bien, de la reflexión del autor tampoco hay para echar las campanas al vuelo. Uno de los aspectos más deficitarios es la mala experiencia que hasta ahora ha ofrecido el Consejo General del Poder Judicial, como órgano de gobierno del Poder Judicial, que entre otros fines, debe asegurar la independencia de sus miembros.

Y, sin embargo, con su diseño institucional muy tributario de las opciones políticas de los partidos, se compromete no sólo la independencia externa frente a otros poderes del Estado y corporaciones privadas, sino también la independencia interna de los propios jueces, por el efecto contaminante —señala el autor— que produce el lamentable servilismo en seno del Consejo, por ejemplo, ante el espectáculo de la designaciones de sus integrantes y su presidente. El caso Dívar fue un lamentable ejemplo. Otro, es la renovación en curso sobre el reparto acordado entre los partidos de ámbito estatal y autonómico.

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