Esta película ya la he visto
El juez Garzón regresa, 20 años después, casi de la misma forma en que había irrumpido por vez primera en el escenario de la política, en 1993
Sabíamos que la nuestra es una sociedad que convierte en espectáculo todo cuando toca, pero tal vez no habíamos prestado suficiente atención a los efectos que dicha espectacularización desarrollaba sobre la vida pública. Uno de los más destacados lo constituye la tendencia, potenciada por los medios de comunicación, a interpretar los asuntos colectivos (especialmente los políticos) en clave personalista, intentando localizar a toda costa protagonistas individuales para tales asuntos.
Dicha tendencia adopta diversas formas, según el momento del que se trate. Así, en momentos de enorme confusión política como los actuales es frecuente que adopte la de la insistencia en la necesidad del relevo generacional de la clase política. Nada habría que objetar a dicho planteamiento si no soslayara el elemento fundamental, constituyente, de lo político. Me refiero al elemento programático. Soslayar la importancia de los programas, de las propuestas estratégicas —y, por cierto, de la necesidad de explicitar la forma jurídico-política que deben adoptar las mismas—, solo sirve para incrementar el marasmo y la confusión, ya de suyo excesiva, en los que andamos inmersos.
Es esa lógica superficialmente personalizadora la que tantas veces ha movido a considerar amortizado a un dirigente por el hecho de llevar muchos años en primera línea, sin atender a su trayectoria ni al contenido de sus propuestas, o, tal vez peor aún, a saludar la aparición de cualquier personaje decididamente menor como la gran esperanza blanca de nuestro futuro colectivo por el mero hecho de que sea joven y tenga desparpajo (o, simplemente, hable de corrido), aunque no se le conozca una sola idea de interés.
La tendencia a interpretar la política en clave personalista lleva a encumbrar a líderes mediáticos mediocres y efímeros
Discúlpenme, pero nunca he conseguido simpatizar con esas personas que confunden argumentar con hablar sin parar, con contestar siempre algo a cualquier cosa que sea la que se les plantee, incapaces de proporcionar una respuesta tan simple como “tal vez tenga usted razón” o, si tal concesión les resulta literalmente insoportable, al menos un “no sé qué decirle en este momento: me lo pensaré e intentaré responderle algo en breve”.
Pero me doy cuenta de que eso que detesto es precisamente lo que otros consideran cualidad destacada y adecuada para desempeñarse como político. (Probablemente una buena metáfora de lo que muchos entienden como un buen político la representaba un espacio —incluido hace un tiempo en un programa de televisión de gran audiencia— que se anunciaba como de “búsqueda de nuevos líderes” y cuya dinámica de funcionamiento consistía en ir proponiendo, sin previo aviso ni preparación, los más diversos temas a los aspirantes. Ganaba el que era capaz de decir algo de apariencia convincente incluso sobre los temas en los que era un completo ignorante. ¡Y yo que pensaba que justo tal cosa constituía el paradigma del charlatán!).
Otra manifestación de esa misma lógica superficialmente personalizadora viene constituida por la recurrente irrupción en los medios de comunicación de personajes que, por la razón que sea, obtuvieron en su momento una cierta notoriedad pública en algún ámbito profesional muy destacado y prestigioso, y ahora son presentados por aquellos mismos medios como una alternativa regeneradora a la vieja clase política, se supone que tan endogámica y esclerotizada ella. Así, hace escasas semana aparecía en algunos periódicos la noticia de que un grupo de personalidades progresistas, tanto independientes como procedentes de Izquierda Unida, había hecho público un manifiesto en apoyo al PSOE “para derrotar a la derecha”. La figura más destacada del grupo, autodenominado Espacio Abierto, era sin duda el exjuez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón.
Confieso que la noticia me perturbó notablemente, hasta el punto de que por un momento llegué a dudar de la realidad de lo que estaba leyendo: ¡20 años después regresaba casi de la misma forma en que había irrumpido por vez primera en el escenario de la política, en 1993, entonces en las listas del PSOE de Felipe González! Entiéndaseme bien: no cuestiono en absoluto su derecho a hacerlo, sino el modo en el que se presentaba la noticia. Porque ¿no resulta contradictorio saludar como un elemento de regeneración democrática el regreso de un viejo número dos del PSOE por Madrid mientras se censura casi como si constituyera la prueba más flagrante de la esclerosis de nuestro sistema de representación la permanencia en la batalla política de quienes en aquel entonces le acompañaban en las listas?
Ahora bien, permaneceríamos atrapados en la misma lógica personalista que estamos intentando combatir si nos limitáramos a señalar las limitaciones individuales o las contradicciones personales de los aspirantes a tomar el relevo de la vieja clase política. Nuestro motivo de preocupación primordial debe ser más bien el olvido del elemento programático de la política que se produce cuando se convierte la democracia participativa en democracia del espectáculo. No cabe engaño al respecto: ni el griterío de los periodistas de signo contrapuesto en un plató de televisión puede ser nunca equivalente al debate parlamentario, ni el consiguiente alineamiento espontáneo de los espectadores en uno de los bandos gritones puede sustituir a la genuina participación en la vida pública por parte de los ciudadanos.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.