Mimbres para un programa
Levantar las alfombras y airear la ropa sucia ha de constituir un apartado contundente de la catarsis política que comportará el cambio
A año y medio de las próximas elecciones autonómicas y municipales resulta prematuro preguntar por los programas que proponen los partidos, pero ya hay quien le reprocha a la izquierda que no los tenga ni ofrezca soluciones a nuestros problemas más agudos y, sobre todo, a la madre de todos ellos: la ruina económica que nos atosiga. La derecha que nos gobierna tampoco las tiene, pero mediante este amago de crítica a las formaciones que se prefiguran como alternativa se pretende enmendar el desplome electoral que por estos pagos acecha al PP. Ningún partido tiene programa, que sepamos, pero resulta obvio que algunos capítulos decisivos no podrán ser mentados siquiera por los populares sin provocar la carcajada general, mientras que constituyen un compromiso riguroso para la oposición.
Tal es el caso de la corrupción. Ya le gustaría al presidente y candidato Alberto Fabra proclamar que es ajeno a esa epidemia que ha cundido entre sus cofrades y que, de gobernar, será implacable con cuantos metan la mano donde no deban. Pero ¿cómo hacerlo si, dada la morosidad de nuestros juzgados, es previsible que su partido sea protagonista de la crónica judicial hasta las mismas vísperas electorales? Ese compromiso al que aludimos queda reservado para la izquierda que, libre de esos delitos por estos pagos, y aleccionada además por los escándalos que la han salpicado —decimos de los desmanes andaluces—, ya se cuidará de proceder con rigor contra los chorizos y asimilados. O eso al menos debemos esperar.
Otra proclama que el PP no puede airear y, en cambio, ha de ser capital en los programas de la izquierda que nos aguarda es el compromiso de gobernar con la mayor de las transparencias y la menor de las arrogancias. Es cierto que la opacidad y chulería que hoy despliega el Gobierno no es pareja a la que fue santo y seña de Francisco Camps y su mariachi, pero todavía conserva serios resabios, como ha evidenciado el calamitoso desguace de RTVV o la desinformación acerca de nuestras finanzas públicas. Levantar las alfombras y airear la ropa sucia, una reedición de la glasnost, ha de constituir un apartado contundente de la catarsis política que comportará el cambio. Sin ira ni resentimiento, por pura higiene cívica.
Y claro está que, tratándose de la izquierda, ha de ser prioritaria la salvaguarda y recuperación del sector público con el denominado Estado de bienestar, con todas las enmiendas que vengan al caso. La languidecida clase media, tan apalizada, habría de pensar si le conviene seguir apoyando con sus votos a estos heraldos de la privatización que nos gobiernan y que no hacen más que mermar y encarecer los servicios —sanidad, enseñanza, autovías y etcétera— con tal de otorgarle tajos de negocio a sus propios emprendedores.
Con estos mimbres y un poco de perejil se ahorma una oferta la mar de sugestiva. Añadamos a ello una buena dosis de laicismo para aventar los humos de la voraz Iglesia diocesana y sintonizar así tanto con la clientela agnóstica como con el papa Francisco, reacio por lo visto a la coyunda del poder y la curia. Con la venia del PSOE, que dice haber regresado de vete a saber dónde, vendría al pelo un brochazo de republicanismo, no obstante las reservas que apunta. El fervor republicano le ha costado una multa al diputado Juan Soto. Se nos queda en el tintero la propuesta sobre los agobios económicos, pero esto será objeto del día que escribamos acerca de los milagros y el reparto equitativo de los sacrificios.
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