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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La piedra filosofal de Fondo

Santa Coloma, ciudad densa y abigarrada, ha ido abriendo camino a una dignidad urbana incontestable

Da gusto leer en El País que un nuevo revés judicial contribuye a alejar la destrucción del barrio de El Cabanyal, en Valencia. Amparándose en la protección que mandó ejecutar la ministra Maria Ángeles González Sinde en 2010, los tribunales vuelven a impedir que la alcaldesa Rita Barberà saque adelante la apertura de la avenida de Blasco Ibáñez hasta el mar: cuatro carriles entrando en la carne tierna de un ensanche marinero del siglo XIX, arrasando dos mil casas. Caminar por El Cabanyal es empaparse de una nostalgia decadente, como si el tiempo se hubiera detenido, que se detuvo en el momento justo de la condena, cuando la alcaldesa popular —en los dos sentidos de la palabra—empezó a soñar con una Copacabana valenciana. Destruir para especular, la historia de siempre.

El Cabanyal ha sufrido mucho. Poble Nou de Mar durante un siglo, acogió pescadores en barracas. Al cabo, Valencia engulló el barrio, que gozó de un atisbo de prosperidad: así nacieron, en los albores del siglo XX, las casitas de dos plantas que hoy vemos, decoradas con rajola, decoradas como tartas de boda, coloridas, tan expresivas. Pero al barrio ya le faltan casas, le sobran solares, se ha ido descascarando debido precisamente a la amenaza de derribo, que congeló licencias y mató la iniciativa. Hay vecinos, de los que no están afectados, claro, que prefieren el proyecto grandilocuente de la alcaldesa a esta inacción obligada. La cuestión es que Valencia toda está en un pozo: el sueño desmesurado de grandeza es hoy pesadilla chabacana, con los grandes acontecimientos clausurados y los iconos en venta: una ciudad preciosa, Valencia, pero una ruina moral de mala política.

Pensaba en El Cabanyal mientras caminaba por el barrio de Fondo, de Santa Coloma de Gramenet, buscando el edificio del nuevo Mercado. Fondo, y el nombre es significativo, es el revés de El Cabanyal. No tiene gracia ni aliciente, pero está vivísimo. Sorprende la cantidad de gente que camina, y no sé si es señal de alarma —¿tienen o no trabajo?— o señal de espíritu colectivo, de ocupar el espacio, y creo que es esto segundo, porque hay muchos jubilados al sol, muchos inmigrantes transportando paquetes o carretillas, muchas amas de casa yendo a la compra. Y coches, coches, coches. Fondo está vertebrado por un espacio informe que es la plaza del Rellotge, tan larguirucha y sinuosa, que nació donde encontró un hueco.

Hay una escultura de una mujer desnuda —una maternidad—en un pedestal de pocos centimetros, y un niño se le ha subido encima y juega entre los pechos. Me contó el fotógrafo Juan Guerrero, colomense, que la pieza estaba directamente en el suelo, pero alguien se quejó al Ayuntamiento de que no era digno de una figura femenina, y se le puso el pedestal sin prohibir ese juego inocente de las criaturas.

La escultura de la mujer, en la plaza del Reloj de Santa Coloma, reposaba -hace años- sobre el suelo
La escultura de la mujer, en la plaza del Reloj de Santa Coloma, reposaba -hace años- sobre el sueloJORDI ROVIRALTA

Cuando la plaza se transforma en un pedacito de rambla, aparece sin que te des cuenta el mercado. La fachada más convencional da a esta rambla. El edificio se coloca como puede en la parcela y hay que ir a uno de los lados para descubrir lo que se me ocurre que es la “piedra filosofal”, la clave, el detalle. Es un artefacto con forma de pedruzco irregular, un poliedro de muchas caras, hecho de malla metálica. Corona el conjunto a una altura de tercera planta: dentro se pondrá una biblioteca. El edificio está concebido para que funcione con inteligencia, repartiendo aire y luz de forma natural. En la planta del medio hay una guardería, con un patio de arena en la terraza, y una extensión que yo diría que es un huerto. Esta planta da a una calle, porque la topografía de Santa Coloma es tan tortuosa que hay ese desajuste de alturas entre dos calles vecinas. Así que el edificio sirve también para salvar el desnivel con una escalera mecánica.

Me detengo a mirar el paisaje. Santa Coloma es una de las ciudades más densas, más aglomeradas del área metropolitana. Todo está apretado, y es un todo sin calidad: medianeras grises, antenas alargando el cuello, pisos baratos, calles angustiosas, aceras mínimas. Una vecina me dice: “cuando sales de casa sientes que te falta espacio vital”. Pero se ha ido abriendo camino una dignidad urbana incontestable: el Parque Europa, la recuperación de Can Zam, esta plaza de Fondo. Y este edificio que, con acabados rústicos, casi defectuosos, se integra al entorno como un viejo amigo, sin prepotencia a pesar de su indudable modernidad. Contrasto mentalmente esta vitalidad encajada en un urbanismo que no le ha hecho concesiones a nadie con la amplitud castigada de El Cabanyal, donde el trazado es generoso y racional, pero donde la administración ha sido criminal.

Si Rita Barberà hubiera aplicado a El Cabanyal el mimo que se le ha dado a Fondo, hoy tendría un barrio precioso, tan turístico y atractivo como la Barceloneta o Santa Caterina de Palma. Y en cambio tiene un proyecto frustrado que acabará siendo su tumba política.

Patricia Gabancho es escritora

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