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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El movimiento se demuestra andando

Evitar que el centro histórico se convierta en un lugar de paso para los coches supondría un importante estímulo para la vida urbana

Una ley autonómica necesaria, aunque tardía -la de movilidad de 2011- ha obligado a los municipios mayores a elaborar planes específicos para tratar de acercar la movilidad a la sostenibilidad, toda vez que en las últimas décadas ya se han sacrificado ingentes recursos económicos, ambientales y sociales al dios de la motorización y la velocidad. Ahora mismo el Ayuntamiento de la capital está a punto de adjudicar la “gestión el tráfico”, para los próximos cuatro años, es decir, todos aquellos servicios que desde su centro de control, hacen que todo fluya. Presupuesto: 30 millones de euros que no serán cuestionados, pues se ha propiciado interesadamente la idea de que Valencia es una ciudad donde el tráfico es fluido, donde no hay atascos gracias, en parte –afirman- a la tecnología. Obviamente, solo se refiere a los vehículos con motor sin explicar el precio que pagamos por ello.

Antes ha habido que costear gravísimas operaciones de cirugía urbana para ampliar asfalto, eliminar arbolado y edificios molestos, construir rondas y túneles, y ensanchar los accesos a la capital. Pero los costes no quedan ahí: sus efectos dañan a la salud y por tanto a las arcas públicas, al confort y sociabilidad de nuestro espacio público, pero también de nuestras viviendas , a la marginación de las personas que no gozan de autonomía personal para desplazarse por la ciudad, al transporte colectivo que se muestra incapaz de disputar la primacía al privado por competencia desleal, al medio ambiente y al patrimonio, que reciben cargas de contaminantes insoportables, a la factura energética… ¡Cuánto daño acumulado que pasa mayoritariamente desapercibido!

El escepticismo sobre el efecto de estos nuevos planes se justifica cuando observamos en declaraciones y documentos oficiales una escasa incomodidad con el modelo vigente y cierta autocomplacencia con los logros de los últimos años: el aumento del uso de la bicicleta en la ciudad, por poner un ejemplo, debido fundamentalmente al efecto imitación de los hábitos de los estudiantes extranjeros. O establecer calles 30, una medida sin control efectivo que solo ha supuesto colocar unas cuantas placas en las calles. La desconfianza aumenta cuando escuchamos las paupérrimas propuestas del principal partido de la oposición, carente de sintonía con lo que sucede en las ciudades más avanzadas de nuestro tiempo.

En los documentos para la elaboración del Plan de Movilidad (PMUS), el Ayuntamiento de Valencia interpreta la estadística a su favor. Afirmar, de entrada, que más del 70% de los desplazamientos en la ciudad se realizan por modos sostenibles –a pie + bici + público- no resulta muy preciso, por la sencilla razón de que estos han de competir con los omnipresentes vehículos privados, a los que se ha reservado el 80% del espacio público y el 100% del aire que respiramos en las calles. Las facilidades ofrecidas a estos últimos, nada tienen que ver con las estrecheces que padecen los viandantes y ciclistas o los usuarios del transporte colectivo.

En nuestra capital metropolitana el uso del coche aumenta al alejarse del centro, y se queja de ello el Ayuntamiento capitalino porque perjudica sus datos urbanos, cuando su gobierno en la Generalitat viene gestionando los transportes desde hace muchos años, sin apenas reducción de los índices de insostenibilidad. Tan solo la constante presencia de algunos colectivos sociales –destaca sobre todo Valencia en Bici- ha marcado otros caminos para abandonar las políticas caducas y avanzar hacia el futuro.

Un futuro que debería empezar por mostrar lo dañino del modelo actual, evaluando correctamente todos los costes económicos, ambientales y sociales que genera, y aportando al tiempo medidas coherentes para superar la situación actual. En cambio, con un diagnóstico equívoco y autocomplaciente como el que se está haciendo, no pasaremos de plantear unas cuantas medidas anecdóticas para salir del paso, cumplir el trámite y pasar página. ¿Prejuicios?... al tiempo.

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Pongamos algunas medidas de inmediata aplicación para cambiar la tendencia: evitar que el centro histórico se convierta en un lugar de paso para los coches supondría un importante estímulo para la vida urbana, el paseo y la actividad comercial, hoy en caída libre, no solo por la crisis. Sería un importante referente al que podrían adherirse progresivamente otros barrios. La maltratada plaza del Mercado y su espectacular entorno patrimonial respirarían aliviados, por citar un caso que puede ser un test para medir la credibilidad del ayuntamiento sobre las intenciones del PMUS.

El incremento del coste del aparcamiento en la zona azul y la extensión de zonas naranja para residentes con el consiguiente pago resultarían medidas coherentes con el valor del espacio público y a fin de disuadir del uso del vehículo privado a favor de otros modos de desplazamiento más respetuosos. El calmado del tráfico, en velocidad y cantidad, repercutiría inmediatamente en la mejora de la eficiencia del transporte público (incluido el importante servicio de taxi) así como del uso de la bicicleta, lo cual serviría de estímulo para ampliar y racionalizar sus respectivas ofertas, por no hablar de la drástica reducción de los accidentes.

Nada nuevo, ni siquiera original, todo ello visto en ciudades que desde hace tiempo vienen aplicando indistintamente estas y otras medidas por parte de gobiernos conservadores y de izquierdas. Aquí seguimos, paradójicamente, en el siglo pasado: inmovilismo insostenible frente al reto de la movilidad sostenible.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos

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