El cantor de todas las voces
Devendra Banhart ha acabado por convertirse en el hombre por el que suspiran las suegras
Devendra Banhart ha acabado por convertirse en el hombre por el que suspiran las suegras. Tan guapito y modoso, con esa chaqueta oscura como para no coger frío, este venezolano criado en Los Ángeles hace acopio de virtudes: bilingüe, divertido, empático y lo bastante burlón consigo mismo como para marcarse unos bailes más cómicos que salerosos. Pero sucede, sobre todo, que el reciente autor del versátil y pletórico Mala es brillante hasta esos extremos en los que aflora la envidia. Lo suyo no es folclor freak, como reza la manida etiqueta, sino canción poliédrica. Y acontece que la voz de Devendra se multiplica como si en él habitaran abundantes espíritus; ora frágil y ultrasensible, ora opaca o de seductora profundidad.
No pensaríamos en Banhart como un artista de masas, pero durante los 74 minutos que permaneció anoche en el Price desató una avalancha de pasiones. No solo el circo registró el mayor llenazo del verano, con 2.150 espectadores arañando hasta las butacas de visibilidad reducida, sino que se vivieron momentos de fervor arrebatado, con gritos femeninos o masculinos de “¡Te amo!” o “¡Quédate, Devendra!”, mientras la audiencia chistaba para sofocar tamaña efusividad.
Banhart, nuestro cantor de todas las voces, repasó gran parte de Mala y un significativo porcentaje de Smokey rolls down thunder canyon (2007) para exhibir todas las miradas que confluyen en su catálogo. Baby atrapa el sol californiano con sus cuatro músicos coreando “oooh oooh oooh” (atención al inminente disco solista del brasileño Rodrigo Amarante, que pinta soberbio), Mi negrita flirtea con el tropicalismo, Daniel es una preciosidad que parece escrita por un Graham Nash tembloroso y Never seen such good times anima a un baile casi oriental, como si Pulp escribiera con escala pentatónica. Lover y Hatchet wound comparten ese soul blanco, afectado y manierista tras el que resulta imposible no barruntar el apostolado de Dexys Midnight Runners. Bad girl y su steel guitar evocan la sobria elegancia de Albatross (Fleetwood Mac). Pero nada atesora tanta excelencia como los fabulosos ocho minutos de Seahorse: arranca sideral, enfila un ritmo prestado de Take five, apela a los aullidos del eterno Jeff Buckley y acaba por regalar un riff de aires setenteros.
Se quedó al final Devendra un rato solo, para exponencial multiplicación de los suspiros, y al moreno se le intuía entre azorado y feliz. Carmensita sirvió como fin de fiesta algo tempranero, pero cualquier final habría resultado prematuro: al muchacho se lo querían llevar a casa.
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