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Las luces de fiesta alumbran la pesadilla

Así vivieron algunos de los testigos de la catástrofe una de las peores noches de la historia de Galicia

Rescate de las víctimas minutos después del accidente.
Rescate de las víctimas minutos después del accidente. Óscar Corral

Álvaro, trabajador de la empresa que atiende el alumbrado público en la capital de Galicia, conducía hacia el Obradoiro el pasado miércoles a las 21 horas. Como cada noche del 24 de julio, debía controlar que nada fallara durante el espectáculo de luces que en tres horas iba a hacer resplandecer la fachada de la Catedral de Santiago ante decenas de miles de personas. Se cruzó con una comitiva de policías y bomberos, extraña incluso en una noche de aglomeraciones como aquella. Una llamada al concejal de Seguridad para preguntar qué había pasado cambió su plan. Álvaro abandonó su puesto en la logística de la fiesta y se dispuso a iluminar el rescate de un centenar de víctimas en un terrible “escenario de guerra”.

Más de una hora antes de que Álvaro se desviase de su ruta hacia el Obradoiro, el maquinista José Francisco Garzón Amo tomó el relevo al frente de la locomotora del Alvia que había salido a las tres de la tarde de Madrid. Garzón pilotó el convoy durante 50 minutos por un trazado preparado para el AVE y con una velocidad máxima limitada a 200 kilómetros por hora. A las 20.41 —según el dato oficial aportado por Renfe, la grabación de la cámara en la vía marca que eran las 20.44—, a cuatro kilómetros de la estación compostelana, entró a 190 en una cerrada curva que debía tomar a 80. El tren descarriló. “Accidente. Ni sé si saldré. Me ahogo. Aplastada”, logró enviar por Whatsapp Susana Relaño, una pasajeras del Alvia destino Ferrol, a su marido. A las 20.50, tras cinco minutos de angustia, remitió un mensaje de alivio: “Estoy a salvo”.

Álvaro iba a ayudar en el espectáculo festivo, pero acabó dando luz al rescate

La periodista Alicia Rey había apagado el ordenador tras una larga jornada en la agencia de noticias para la que trabaja. Se dirigía en coche por la autopista AP-9 a la finca familiar; era víspera de festivo. A las 20.42 horas atravesó el puente sobre las vías del tren a la altura del barrio de Angrois y sus ojos vieron algo que le pareció irreal: un ferrocarril empotrado en un talud de cemento con los vagones completamente volcados. Abandonó la autopista en la primera salida y llamó a la redacción. Eran las 20.43. “Creo haber visto un accidente de tren”, balbuceó. Aparcó el coche y caminó hacia el desastre. Aún no se oían las sirenas de los servicios de emergencias, pero un reguero de vecinos corría en la misma dirección hacia los restos del Alvia. Cuando volvió la mirada a las vías desde otro viaducto, el del camino vecinal que usan los habitantes de Angrois, Alicia empezó a ser consciente de lo peor.

Fue entonces cuando recibió un mensaje en el móvil de su madre, Charo Rúa, médico del 061. Sabía que su hija Alicia estaba a esa hora conduciendo hacia la casa paterna por el entorno del accidente. Acaba de enterarse del descarrilamiento y quería alertarla sobre el caos de tráfico en el que se podía ver atrapada. A Charo le había tocado aquella noche de supuesta fiesta en Santiago la guardia en el helicóptero. Se encontraba en el hospital de Conxo, base de las aeronaves del 061, e iba a salir para la zona del siniestro, ubicada a solo cinco minutos. Su hija le respondió al momento: “Estoy aquí. Y me parece que es muy grave”. Minutos después ya escuchó el trajín de policía y ambulancias. Alicia se afanó entonces en ayudar a los vecinos de Angrois a bajar mantas. Cuando los servicios oficiales de emergencia se desplegaron, se puso tras la valla. Desde allí presenció con angustia cómo su madre atendía a las decenas de heridos.

En el momento del descarrilamiento del Alvia todo estaba preparado en el Hostal dos Reis Católicos para recibir a los 500 invitados al concierto de la Real Filharmonía de Galicia previsto para las 21 horas, un prolegómeno habitual del acto central de las fiestas del Día de Galicia en Santiago, el espectáculo de luces sobre la fachada del templo. Hacia la velada de música clásica en el Hostal, que no llegó a celebrarse, se dirigía el presidente de la Xunta. Alberto Núñez Feijóo estaba a punto de salir de su residencia oficial de Monte Pío, en una colina próxima a la plaza del Obradoiro, cuando recibió la llamada de su vicepresidente Alfonso Rueda, responsable máximo de las emergencias. En ese momento, su número dos solo le comunicó que había habido un descarrilamiento. Feijóo decidió enviar a la zona al consejero de su gobierno que más cerca se encontraba de Angrois, el responsable de Infraestructuras, Agustín Hernández. Mientras Hernández inspeccionaba la situación junto a la chatarra del Alvia, el presidente gallego informó a Rajoy del accidente. Aún no conocía la magnitud de la tragedia. Cuando poco después Hernández le describió el macabro panorama junto a las vías, Feijóo decidió trasladarse a la zona. “Tengo que estar allí”, le dijo a uno de sus colaboradores.

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Miles de personas se enteraron en el Obradoiro del suceso por megafonía

El alcalde de Santiago, Ángel Currás, entraba en la concurrida plaza del Obradoiro a las 20.50 horas para disfrutar de la Filharmonía. El día de fiesta transcurría solo perturbado por una reyerta con heridos de arma blanca. El regidor recibió entonces la llamada que le alertó del siniestro. A los cinco minutos ya le advirtieron de que, como mínimo, había heridos graves y decidió suspender todos los actos festivos. Lo que más preocupaba a Currás era el desalojo del Obradoiro, la posibilidad de que cundiera el pánico entre la multitud ya instalada en la plaza para ver los fuegos, por lo que insistió a sus colaboradores en que por megafonía se destacase que se trataba de una señal de duelo por el accidente ferroviario que acababa de suceder. “El comportamiento de la gente fue ejemplar. Salieron ordenadamente y las 200 personas que estaban trabajando pudieron irse a Angrois a ayudar”, subraya el alcalde.

José Manuel Otero, el presidente de asociación de hosteleros de Santiago, charlaba con amigos en la terraza de uno de sus restaurantes en el Franco, la zona de vinos de la ciudad. La cercanía del espectáculo de luces en el Obradoiro se hacía notar ya en las calles adyacentes. “Me enteré porque el secretario de mi asociación vino de la recepción oficial del Ayuntamiento donde ya le informaron de la suspensión de los fuegos”. Con las primeras imágenes del siniestro, entendió que el drama iba para largo y pactó junto a otros hoteleros improvisar un banco de camas para que pudieran descansar familiares de víctimas, psicólogos, forenses y el resto de personal que a esa hora gestionaba la catástrofe. “Pensamos que necesitarían echar una cabezada, darse una ducha, es evidente que esa gente no quería dormir pero tratamos de ofrecerle lo mínimo”. Pese a la temporada alta, por la mañana pusieron 100 habitaciones a disposición del gabinete de crisis en distintos establecimientos de la capital. El personal de limpieza estiró la jornada para tener los cuartos cuanto antes.

Sus locales, igual que los de otros restauradores de la ciudad, surtieron también de bocadillos (500 en tres horas) para acompañar la espera de madrugada en el edificio Cersia, que reunió a los allegados cuando todo era incertidumbre. La pregunta sobre si piensa cobrar por ese trabajo le ofende. “No somos miserables ni vamos a aprovecharnos de una catástrofe, fue idea nuestra, quisimos arrimar el hombro”. A las 15.00 horas del jueves, tras encontrar acomodo a un centenar de personas, también el empresario se fue a dormir.

Carmen Varela, de 58 años —la mitad como profesional de las urgencias y los últimos ocho como jefa de servicio— había entrado de guardia en el Clínico de Santiago a las ocho de la mañana. La jornada estaba siendo tranquila: una pelea de jóvenes y algunos ingresos rutinarios. La hora punta se esperaba de madrugada, como cada 24 de julio, con los comas etílicos que deja la noche más ajetreada del año en Santiago. “Recibo una llamada del centro de coordinación a las nueve menos cuarto. Nos dijeron que igual era un atentado terrorista. Tuve la sensación de que iba a ser algo muy grave. Inmediatamente llamé a los celadores para limpiar de acompañantes los pasillos. Pedí que no se moviese nadie en el cambio de turno”. Y empezaron a llegar compañeros que estaban descansando o de vacaciones. Y enseguida, los primeros heridos. Según el protocolo diseñado por los servicios de emergencias, sería ese hospital, el más nuevo y moderno de Galicia, el que recibiría los casos más complicados. “La primera fue una señora con fracturas muy gordas en los brazos y las piernas. Tenía una contusión pulmonar. Me sorprendió porque era muy mayor y estaba muy mal pero aguantaba sin decir ni ay”. El trasiego de camillas ya se hizo interminable. En cinco horas pasaron “ciento y pico pacientes”. Sobre las tres de la madrugada, según calcula Varela, entró el último herido. “Ahí empezó a aclararse la cuestión, nos dijeron que ya no llegarían más y ya pudimos empezar a repetir visitas”. Casi 26 horas después de entrar en el turno, la jefa de urgencias regresó a casa y al poner la televisión vio por fin la dimensión de la tragedia. “Tardé un par de horas en quedarme dormida porque ahí fue cuando me di cuenta de lo que pasaba”. Sobre las 17.00 el móvil volvió a sonar para avisarla de que los Reyes iban a visitar el hospital.

Los hosteleros prepararon camas gratuitas para víctimas y efectivos

A las 21.15, un cuarto de hora antes de que Feijóo pisase las vías en la curva de A Grandeira vaticinando que los muertos serían “muchos”, Álvaro, el trabajador de la concesionaria de alumbrado, comenzaba su incursión en el infierno. Lo primero que vio en Angrois fue un vagón en medio de una plaza que se había llevado un palco de música por delante. Después una rueda del tren que había aterrizado en una huerta. “Era un escenario de guerra”. Él y sus compañeros alumbraron primero el hospital de campaña y luego el rastreo de los bomberos en los vagones destrozados. Los vecinos del barrio les ayudaron a tirar los cables. “Se desvivieron. No lo hubiéramos hecho tan rápido sin ellos”.

Álvaro hizo su trabajo de forma rápida y mecánica, sin pensar. Ese fue su medio de supervivencia a la catástrofe. Pero cuando acabó, casi a medianoche, y pudo sentarse un rato, la cabeza empezó a inocular el horror que había visto: “Desde entonces no duermo bien. Iba a un espectáculo de luces maravilloso en el Obradoiro y acabé metido en una pesadilla”.

El accidente sorprendió a Feijóo a punto de salir hacia un concierto

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