El refugio de las tortugas huérfanas
La estación de Atocha acoge 275 ejemplares abandonados por sus dueños
El jardín tropical de la estación de Atocha esconde un curioso tesoro: tres centenares de tortugas domésticas de todo tipo, que llevan viviendo en un pequeño estanque desde que sus dueños decidieron dejarlas allí por razones distintas. Para algunos pater o mater familias, la continuidad en sus hogares de las mascotas se tornaba imposible: al ser adquiridas para sus hijos cuando ellos y los reptiles eran pequeños, no previeron que su crecimiento se desarrollaría tanto.
Y acudieron a la estación madrileña, cuyo jardín selvático parecía asegurar a los animales un hogar confortable, con temperatura cálida y humedad constante. Para otros, el hecho de que trasladar un animal de cualquier tipo por vía férrea implique declararlo y abonar el 40% del precio de un billete normal de tren se convirtió en un imprevisto que les forzó a desprenderse de su tortuga.
El caso es que por unas u otras razones, los caparazones de los quelonios, una familia de reptiles, comenzaron a poblar un estanque cuyo atractivo seduce a quienes esperan sus trenes y acuden a ver la evolución de las mascotas allí reunidas, cuya familia zoológica las denomina también testudines.
Aurora Peña es una empleada de una subcontrata de Adif encargada del mantenimiento de las infraestructuras de Atocha. Con laboriosa paciencia cuida de que a las tortugas no les falte sustento. “Les echamos pienso para que se alimenten adecuadamente”, comenta provista de una especie de gran cazamariposas, con el cual busca entre los graciosos quelonios las gafas de un viajero demasiado curioso en observarlas, cuya acentuada inclinación le hizo perder sus lentes, que cayeron en el fondo del estanque.
Frente a los mirones que contemplan fascinados la evolución de los testudines por distintas plataformas situadas sobre el agua, se encuentra una superficie plana cubierta con arena blanca, muy fina. “Es el espacio que les dedicamos para que puedan desovar”, comenta Aurora.
Si las mascotas se encontraran en un mar tropical, se desplazarían hasta la playa más abrigada y remota, como la de Ureka, al sur de Malabo, en Guinea Ecuatorial, donde cada año miles de tortugas hembra acuden a poner e incubar sus huevos en uno de los enclaves mundiales más poblados por quelonios.
Pero en Madrid no tienen otra playa más que esta. Bueno, no. Hay otro pequeño refugio de tortugas situado a la vera del Manzanares, donde una estufa-invernadero que sobrevivió a las zozobras de la M-30, también les ofrece refugio en un ambiente verdaderamente tropical. Es una de esas construcciones roblonadas, de acero atornillado y vidrio, que surgen milagrosamente en raros enclaves madrileños para albergar, en su caso, una colección de plantas tropicales y de desierto, señaladamente cactus y palmeras, que nada tienen que envidiar a la flora del Sahara, ni a la de la sabana, incluso a la de esas selvas del África negra.
El último censo de tortugas, realizado el año pasado en la estación de Atocha —“las sacamos de una en una, las contamos y las adecentamos un poco”, explica Aurora Peña— arrojaba un balance de 275 individuos. Al ritmo en que se desprenden de ellas los compradores de tortugas demasiado crecidas o dueños remisos que se oponen a trasladarlas previo pago de billetito de tren, cabe presumir que su número frisa ahora los tres centenares. Algunos científicos aseguran, no obstante, que estos animales pueden llegar a transmitir la salmonelosis.
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