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rock | quique gonzález
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El trovador desbocado

Quique González deja de ser un cantautor tierno y desamparado y se convierte en el líder de una banda de rock

Quique González durante un momento de su actuación en La Riviera.
Quique González durante un momento de su actuación en La Riviera. Cristóbal Manuel

A la altura de su noveno disco y a pocos meses de enfrentarse al amargo careo con la crisis de los cuarenta, estamos en disposición de sacar algunas conclusiones sobre Quique González. La primera y más relevante: es dueño de una de las discografías más sugerentes, personales y, a menudo, estimulantes que se estilan por estos territorios. La segunda: aunque siga firmando su propio repertorio, aquel cantautor tierno, párvulo y desamparado de antaño es hoy el sólido líder de una banda de rock americano. Y tercera: su sensibilidad le mantiene atento a desapegos y melancolías, solo que ahora le notamos más corajudo que nunca. Más dispuesto a elevar la voz antes de que continúen estrujándonos los metatarsos. Nada panfletario, pero sí muy empático.

Todo ello habría sido gozoso de disfrutar anoche de no ser por la infamia acústica de La Riviera, problema recurrente ante el que el aficionado acabará claudicando y quedándose en casita. Quique regresaba a su ciudad con álbum flamante, Delantera mítica, bríos renovados y las entradas finiquitadas meses atrás, circunstancias que habrían merecido un entorno menos hostil. Porque los fieles del madrileño se habían aprendido el nuevo repertorio en dos meses escasos, pero ayer, durante al menos tres cuartos de hora, tuvieron que conformarse con atisbarlo.

Lástima, porque este González que hoy le canta a los "presidentes de la desesperación" (no hace falta dar nombres: a todos se nos ocurren unas cuantas bestias negras) es un tipo más envalentonado de lo que ha parecido nunca. Casi al final, cuando se le rompió una cuerda de la guitarra durante la ardorosa 'Suave es la noche', agarró el micrófono entre las manos y aprovechó para deambular por el escenario y acercarse a las primeras filas. Ni Antonio Vega ni Enrique Urquijo, sus eternos referentes de siempre, habrían actuado así. En ese insólito instante más bien se nos vino a la cabeza la silueta de otro barbado ilustre: Eddie Vedder.

Quique no ha grabado sus dos últimas entregas en Nashville por mitificar a sus héroes, sino por coherencia elemental. Esa contagiosa mandolina inaugural de La fábrica, el primero de sus temas, se la hemos escuchado mil veces a Tom Petty, Lucinda Williams, los Jayhawks, Peter Bruntnell, el Springsteen acústico y tantos otros referentes de los que nuestro protagonista no toma nota, sino que bebe a manos llenas. Incluso el espíritu más sudoroso de ¿Dónde está el dinero? puede remitir a ZZ Top, pero las letras están repletas de fogonazos lucidísimos: esos románticos recalcitrantes que "terminan acostándose con cualquiera", los "jóvenes católicos" que sucumben a las erecciones mundanas, el "temblor" reiterado que cobra forma en Las chicas son magníficas, el estribillo más emocionante de la nueva entrega. Nuestro ahora desbocado trovador terminó insuflando electricidad inusitada a Miss camiseta mojada, Hotel Los Ángeles y hasta La ciudad del viento. Aún así, el muchacho sentimental pervive, junto al acordeón invitado de César Pop, en la bellísima Dallas-Memphis, crónica de insomnios y derrotas con José Alfredo Jiménez (y, por derivación, el mismísimo Sabina) en el cajón de la mesilla.

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