Raros, elocuentes e ingrávidos
Circo concentrado donde se da un pellizco extraño a los números clásicos
La calidad de un espectáculo circense podría medirse por la diferencia entre los niveles de endorfinas que el público presenta a la entrada y a la salida. Las proezas mejoran el sistema inmunitario de su autor, pero también de quien es testigo de ellas. Wunderkammer (Gabinete de maravillas), del Circa Ensemble, es una sesión euforizante de circo de cámara. Sus siete intérpretes componen un friso humano atractivo y un punto inquietante, cuya rareza entronca poéticamente con esos protomuseos de ciencias naturales donde, desde el Renacimiento y hasta no hace tanto, se exhibían fósiles, esqueletos de animales fabulosos, hombres de otras etnias disecados y fetos de siameses metidos en formol.
Los muchachos de Yaron Lifschitz le pegan un pellizco extraño a los números clásicos del circo, que no pierden por ello un ápice de vitalidad: el trapecista Janed Dewey se quita los guantes sujetándose con barbilla y cuello durante su striptease aéreo; en una torre humana, el chico de en medio consigue sacarle la camiseta al de abajo y ponérsela él por los pies, lo mismito que hará luego la de arriba; en los equilibrios a dúo, las chicas llevan sobre sus hombros a mozos que pesan el doble que ellas, y la fragilísima Melina Knowles aguanta sin pestañear el peso de tres bigardos, incluyendo al goliat Scott Grove.
WUNDERKAMMER
Creación: Circa Ensemble. Intérpretes: Janed Dewey, Freyja Edney, Scott Grove, Todd Kilby, Lewis West, Melina Knowles y Alice Muntz.. Luz y dirección técnica: Jason Organ. Vestuario: Libby McDonnell. Dirección: Yaron Lifschitz. Circa Ensemble. Circo Price. Hasta el 5 de mayo.
Wunderkammer es circo concentrado, magro, sin nada que distraiga de la destreza de sus siete intérpretes y de sus respectivos físicos (divinamente enmarcados por la lencería negrirroja que la figurinista Libby McDonnell diseñó para que se pongan y quiten a la vista): su trabajo, al servicio del compañero o dependiente de él, es una lección de cooperación en la era de la competencia. Ninguno de ellos suda ni acusa el esfuerzo: parecen alienígenas en un plató interestelar o deslizándose ingrávidos sin manos ni pies por el mástil de la estación espacial MIR.
Pura poesía visual, en Wunderkammer hay, en suma, instantes desasosegadores (cuando unos levantan a otros en vilo agarrándoles del cielo de la boca), números gozosos a más no poder (los chicos lanzando a una moza por el aire y recogiendo la que sus compañeros lanzaron simultáneamente), pinceladas de humor (Alice Muntz, pisando un rectángulo de plástico de embalar, cuyos microcírculos estallan con un estrépito que parece salir de sus tripas) y un allegro finale cuya música a tope evoca la escena de la tortura beethoveniana de La naranja mecánica. Una función clara y potente.
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