El acoso en la puerta de casa
Que se sepa, González Pons todavía no ha sido desalojado de su vivienda ni muy probablemente nunca lo será
Todavía no está claro si es razonable o pertinente acosar a un político a la puerta de casa con pintadas, panfletos diversos y reclamaciones justas, como le ha ocurrido recientemente al señor González Pons en Valencia, probablemente víctima de un pacífico abuso, pero no hay duda de que en miles de casos no es ya que se acose una vivienda con motivo de un desahucio sino que la autoridad destroza puertas y ventanas hasta que consigue arrastrar a la calle a las víctimas de un desalojo quizás no del todo legal en el que a menudo figuran algunos niños lloriqueantes, y esto lo digo por la apelación de González Pons a que en su vivienda solo había niños cuando se produjeron los hechos, sin reparar en que muchas veces solo hay niños en las viviendas donde se están produciendo los hechos que se producen, y a veces ni eso siquiera. Y, que se sepa, González Pons todavía no ha sido desalojado de su vivienda ni muy probablemente nunca lo será. Suerte que tiene.
El problema es otro. Confundir a los políticos con delincuentes profesionales es algo que no nos llevará más lejos que a la destrucción de la democracia y a la emergencia paulatina de turbios salvadores de la patria que canalizarán el desastre a favor de sus intereses particulares, ni más ni menos que ahora mismo. Pero de esa temible eventualidad no serán responsables los cada vez más abundantes sin techo sino cierta manera de entender la profesión política como negocio por parte de buen número de nuestros supuestos representantes en el gobierno central y en los autonómicos.
En la Comunidad Valenciana el panorama es desolador, una comunidad adelantada en el recochineo depredador hasta llegar a convertirse en paradigma de todo aquello que no se debe de hacer si se aspira al menos a salvar la cara. No es preciso repasar la lista de corruptos, presuntos o no, que todavía toman asiento en la bancada parlamentaria de los populares, ni echar mano de hemerotecas para repasar la inmunda colección de risitas de miserable compadreo ante los tribunales. Sorprende, además, el impudor en una civilización de apariencia cristiana, según el cual los comulgantes de misa diaria echan mano del sobre o del talonario en cuanto salen de la parroquia una vez finalizado el trampantojo de la ceremonia eclesiástica y con la hostia consagrada todavía alojada en el esófago antes de instalarse sin penurias en las mismas puertas del ano. Y es que esta gente lo digiere todo, incluido el desamparo absoluto de tantos millones de personas que igual comparten el hábito de la misa y tente tieso, aunque sin mayor provecho que la ilusión espiritual, o en ocasiones como único alimento corporal si repiten el simulacro varias veces al día.
En estas condiciones, y teniendo también en cuenta que el gran Carlos Fabra parece que no va a salirse con la suya, ni Camps tampoco, es de justicia alabar la actitud de algunos jueces, que parecen haber despertado después de un trágico espejismo, con mención especial a la juez Alaya, capaz de dedicar 24 horas seguidas a completar un auto sobre el choriceo de las eres andaluzas.
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