Ventajas de ser feliz
El cantautor convierte su décimo disco, ‘The happiness waltz’, en un estallido de belleza
La felicidad es el estado supremo del alma, el anhelo de todo bicho viviente para esta breve estadía planetaria que nos reservaron los cielos. Por muchos ceros que acredite la cartilla bancaria, española o suiza; por muchas alabanzas que se filtren por los tímpanos, nada sirve del todo si el ánimo no acompaña.
Resulta que Josh Rouse es un hombre feliz. Lo proclama desde el título de su recién publicado décimo disco, The happiness waltz, desafiando incluso al compás ternario, mucho más propenso a las añoranzas y congojas. Mucho se ha discutido sobre si la paz interior, esa disposición óptima al disfrute y la alegría, constituye el mejor momento para el proceso creativo. Pero a Josh no le importa que le veamos cual perdiz. Y menos aún anoche, que estrenaba álbum ante una Moby Dick atestada y avisó a la concurrencia de que cumplía años. 41. Y tan feliz.
Quizás el cantautor de Nebraska haya sabido mutar la implacable crisis de los 40 por el confiado equilibrio entre sabiduría y plenitud. Su fórmula resulta elemental: amor, buen humor, la trascendencia de fundar una familia, el sosiego de un café. La brisa marina, el encanto de lo cotidiano. Los placeres sencillos, como reza uno de sus nuevos títulos. Como armazón ideológico, no da para entrar en los libros de filosofía. La manufactura musical, en cambio, constituye un pletórico estallido de belleza en los oídos. A lot like magic regala un estribillo irresistible, para morirse del gustirrinín. Julie es ensoñadora y The happiness waltz presenta una escritura tan irreprochable como si la hubiera supervisado Paul Simon. It's good to have you invoca al sosiego y el sol vespertino; Our love, también.
El jubileo de Rouse es tan innegociable que puede mover a la envidia, da igual si sana o envenenada. En realidad, deberíamos aceptarlo como una lección humilde. La clase magistral la imparte Josh con una acústica entre los dedos. Ayer sonó a pop y soul, a California y Laurel Canyon, a las armonías vocales (el final de Sad eyes fue mayúsculo) y la picardía funk (Come back), a bajos juguetones (Hollywood bass player) y pluscuamperfecto rock campestre (Love vibration). A Stevie Wonder y Gram Parsons. A las baladas casi en falsete (Sweetie) que se olvidó de escribir Ryan Adams. A años setenta en una emisora de onda media. Esto de ser un hombre feliz no reporta más que ventajas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.